sábado, 4 de octubre de 2014

LOS TIEMPOS DE “LA PARRALA”



  

                                       
                           
            En los años cuarenta del pasado siglo, a las hoy denominadas “empleadas del hogar”,  aún se les seguía llamando desde tiempo inmemorial, “criadas”,  sin que el apelativo entrañara   matiz alguno despectivo o peyorativo; el adjetivo se indicaba,  sin más,  a una relación de cercanía social.


            En la mayoría de los casos, el contrato laboral (verbal pero que “iba a misa”),  era de los llamados de “estancia completa”, o, “a tiempo fijo”, porque, aparte de una cantidad mensual convenida según usos y costumbres,  tenían derecho a comida y cama, cuando   la criada era soltera; las casadas, pocas veces iban   a  “servir” y, cuando les era inevitable se contrataban a tanto la hora  para poder simultanear las  labores por cuenta ajena  con las del propio hogar. 

            Las que servían a “tiempo fijo”, aparte de tener  asegurada buena comida y buena cama, cual dije  antes,    en unos  tiempos de extremas hambrunas y penurias, iban además  amasando unos parcos ahorrillos. Dentro de lo peor, era una  suerte. 

            A aquellos años de entre 1.941 y 1.945, la gente del pueblo de Cártama rompieron en llamarles los de la “churripampa” y los del “piojo verde”, aunque nunca se supo el sentido  de la primera designación,  ni era verosímil que nadie hubiera visto ninguno, por mucho que abundaran los "piejos", de color  verde. Y abundaban  sobremanera estos viscosos  parásitos  de los seres humanos, cuyo único "insecticida" era sacarlos uno a uno y matarlos entre las uñas de los dedos gordos de las manos, también uno a uno. Era así de de cruda la realidad.  Con mucha frecuencia se podía ver  en plena calle tomando el sol  invernal un cordón de mujeres de todas las edades sentadas una tras otra en largas filas expurgándose (despiojándose  y desliendrándose) mutuamente   Dura estampa aquella, como tantas otras,  de la miseria  abrumadora que aún continuaba en la  posguerra civil. Todo el  abastecimiento familiar estaba racionado, y se necesitaba cartilla  de abastos hasta para comprar un "librito" de papel de fumar, y no digamos tabaco. El enfrentamiento entre el "maquis", y la Guardia Civil y los moros (regulares) destinados en Cártama al efecto, era una constante (quien esto escribe fue rehén del "maquis" con 13 años). Todas las mujeres llevaban luto por tener uno o varios familiares  muertos por un bando u el otro;  las que no vestían de negro desde el pañuelo de la cabeza a las alpargatas, lo hacía con un hábito de la Virgen de los Remedios de color celeste que no se quitaba nunca, salvo de noche o para lavarlo. Era una dura promesa de rogativa o de gracias por algún favor recibido.


            Pues bien, en  casa del matrimonio  Frasquito y Paca, campesinos de clase media baja, tomaron una criada, al parecer de fuera del lugar, a tiempo fijo. Por su  desgarbado tipejo  y excéntrico comportamiento a  la hora de expresar en la calle el agradecimiento a  las tenderas que le despachaban los mandados en establecimientos  (frutas, almejas, fideos, azúcar, arenques etc),  se granjeó el cachondeo, más o menos explícito,   lo que no estaba totalmente falto de razones  puesto que, aunque simple y buenaza, de luces andaba la fémina solo regular.

            La casa de Frasquito y la almazara de aceitunas que explotaba,   constituían  un solo edificio dividido en dos piezas de distinta arquitectura,  que se comunicaban  entre sí por un patio en el que existía alguna troje, horno de pan, lavadero para la ropa junto al que se  encontraba una enorme orza para echarle ceniza al agua del pozo, un tanto salobre, a fin de suavizarla e  hiciera espuma  al enjabonar las coladas; un corral para gallinas y conejos, y, ya cerca de la entrada del dicho  molino de aceitunas, a la izquierda y cabe la bodega,  un cuarto llamado, “de los mazorcos”, que es el   tocón que queda de la mazorca de maíz tras ser desgranada, y que allí se apilaban para espabilar las  lentas llamas del  fuego de leña dura: en el horno,  en el brasero,  bajo las trébedes de cocinar, etc. 

            En uno de los dos turnos  de la época de molienda, había un mozo a quien, pese a estar en puertas del servicio militar, se le seguía llamando Paquito, y no Francisco, aunque su talla andaba  por los 190 centímetros y era más espigado y seco que un espárrago triguero.
           
            Paquito le tiró los tejos a la simplona criada y se la llevó al huerto: Cada noche ésta  salía de la casa sigilosamente  por la puerta del patio y se metía con el galán  en el cuarto de los mazorcos a pelar la pava, o como se llame.

            En una de esas ocasiones, a eso de la media noche bien pasada, la criada viendo que había llevado la excitación de Paquito a tórridos extremos, quiso proteger su virginidad  a toda costa, y,  viendo que ya no era nada  fácil,  cual es colegible, pidió auxilio;  con voz cuasi del Sinaí  la mocita le gritaba a su don Juan:

--Paquito, ¡ezo noooo, que zoy mossita y pieldo! ¡¡Nooooo!!¡¡Socogjo, me quiere quitar la honraaaa!

            El silencio de la noche sobredimensionaba       el volumen de los decibelios que emitía la garganta de la moza maritornes. Frasquito y Paca bajaron a toda priesa, los vecinos Gaspar y la Chacha entraron por la puerta del molino, cuyo empiedro, fue parado por el resto de molineros, los últimos parroquianos del contiguo  Bar de la Coina que jugaban al envite con la baraja acudieron al molino a ver la razón de tanto escándalo a tales horas.

             La “mossita” fue llevada a su habitación por Paca y, Frasquito con el genio espabilado (¡menudo lo tenía!) buscaba por todos los rincones a Paquito, incluso miró con una linterna dentro de algunas de las enormes tinajas de la bodega de aceite aún vacías. Pero ni rastro del enamorado Curro, aunque alguien dijo que lo había guipado corriendo por el tejado de  "las latas" y saltar a la calle con los pantalones en la mano.

            Al otro día, el rumor sobre el suceso hervía entre el vecindario. Por aquel entonces desde todos los patios y gramolas de las tabernas  se oía la copla del momento  compuesta por Rafael de León y Sandro Valerio, “La Parrala”, que  dio base y pábulo al humor popular para motejar con tal apelativo a la simplona y enamorada zagala. De ahí en adelante fue “La Parrala” para el común del lugar.

            La copla la hizo célebre Conchita Piquer, y apuntaba así:

                                   “¿Quién me compra este misterio?
                                   Adivina, adivinanza;
                                   ¿por quien llora, por quien bebe,
                                   por quien sufre la Parrala?

            En realidad, La Parrala existió fuera de la copla; fue una cantaora de Mogué (Huelva),  de vida controvertida, y al parecer disoluta,  en la que Rafael de León y Valerio se inspiraron para su referida creación lírica.