En los años cuarenta del pasado siglo, a las hoy denominadas “empleadas del hogar”, aún se les seguía llamando
desde tiempo inmemorial, “criadas”, sin que el apelativo
entrañara matiz alguno despectivo o peyorativo; el adjetivo se
indicaba, sin más, a una relación de cercanía social.
En la mayoría de los casos, el contrato laboral (verbal pero que “iba a
misa”), era de los llamados de “estancia completa”, o, “a tiempo fijo”,
porque, aparte de una cantidad mensual convenida según usos y costumbres,
tenían derecho a comida y cama, cuando la criada era soltera; las
casadas, pocas veces iban a “servir” y, cuando les era inevitable
se contrataban a tanto la hora para poder simultanear las labores
por cuenta ajena con las del propio hogar.
Las que servían a “tiempo fijo”, aparte de tener asegurada buena comida y buena cama, cual dije antes, en unos tiempos de extremas hambrunas y penurias, iban además amasando unos parcos ahorrillos. Dentro de lo peor, era una suerte.
A aquellos años de entre 1.941 y 1.945, la gente del pueblo de Cártama rompieron en llamarles los de la “churripampa” y los del “piojo verde”, aunque nunca se supo el sentido de la primera designación, ni era verosímil que nadie hubiera visto ninguno, por mucho que abundaran los "piejos", de color verde. Y abundaban sobremanera estos viscosos parásitos de los seres humanos, cuyo único "insecticida" era sacarlos uno a uno y matarlos entre las uñas de los dedos gordos de las manos, también uno a uno. Era así de de cruda la realidad. Con mucha frecuencia se podía ver en plena calle tomando el sol invernal un cordón de mujeres de todas las edades sentadas una tras otra en largas filas expurgándose (despiojándose y desliendrándose) mutuamente Dura estampa aquella, como tantas otras, de la miseria abrumadora que aún continuaba en la posguerra civil. Todo el abastecimiento familiar estaba racionado, y se necesitaba cartilla de abastos hasta para comprar un "librito" de papel de fumar, y no digamos tabaco. El enfrentamiento entre el "maquis", y
Pues bien, en casa del matrimonio Frasquito y Paca,
campesinos de clase media baja, tomaron una criada, al parecer de fuera del
lugar, a tiempo fijo. Por su desgarbado tipejo y excéntrico
comportamiento a la hora de expresar en la calle el agradecimiento
a las tenderas que le despachaban los mandados en establecimientos
(frutas, almejas, fideos, azúcar, arenques etc), se granjeó el
cachondeo, más o menos explícito, lo que no estaba totalmente falto de
razones puesto que, aunque simple y buenaza, de luces andaba la fémina
solo regular.
La casa de Frasquito y la almazara de aceitunas que explotaba,
constituían un solo edificio dividido en dos piezas de
distinta arquitectura, que se comunicaban entre sí por un patio en
el que existía alguna troje, horno de pan, lavadero para la ropa junto al que
se encontraba una enorme orza para echarle ceniza al agua del pozo, un
tanto salobre, a fin de suavizarla e hiciera espuma al enjabonar
las coladas; un corral para gallinas y conejos, y, ya cerca de la entrada del
dicho molino de aceitunas, a la izquierda y cabe la bodega, un
cuarto llamado, “de los mazorcos”, que es el tocón que queda de la
mazorca de maíz tras ser desgranada, y que allí se apilaban para espabilar las
lentas llamas del fuego de leña dura: en el horno, en el
brasero, bajo las trébedes de cocinar, etc.
En uno de los dos turnos de la época de molienda, había un mozo a quien,
pese a estar en puertas del servicio militar, se le seguía llamando Paquito, y
no Francisco, aunque su talla andaba por los 190 centímetros y era más espigado y seco que un
espárrago triguero.
Paquito le tiró los tejos a la simplona criada y se la llevó al huerto: Cada
noche ésta salía de la casa sigilosamente por la puerta del patio y
se metía con el galán en el cuarto de los mazorcos a pelar la pava, o
como se llame.
En una de esas ocasiones, a eso de la media noche bien pasada, la criada viendo
que había llevado la excitación de Paquito a tórridos extremos, quiso proteger
su virginidad a toda costa, y, viendo que ya no era nada
fácil, cual es colegible, pidió auxilio; con voz cuasi del
Sinaí la mocita le gritaba a su don Juan:
--Paquito, ¡ezo noooo, que zoy
mossita y pieldo! ¡¡Nooooo!!¡¡Socogjo, me quiere quitar la honraaaa!
El silencio de la noche sobredimensionaba el volumen de los decibelios que
emitía la garganta de la moza maritornes. Frasquito y Paca bajaron a toda
priesa, los vecinos Gaspar y la Chacha entraron por la puerta del molino,
cuyo empiedro, fue parado por el resto de molineros, los últimos parroquianos
del contiguo Bar de la Coina que jugaban al envite con la baraja
acudieron al molino a ver la razón de tanto escándalo a tales horas.
La “mossita” fue llevada a su habitación por Paca y, Frasquito con el genio
espabilado (¡menudo lo tenía!) buscaba por todos los rincones a Paquito,
incluso miró con una linterna dentro de algunas de las enormes tinajas de la
bodega de aceite aún vacías. Pero ni rastro del enamorado Curro, aunque alguien
dijo que lo había guipado corriendo por el tejado de "las
latas" y saltar a la calle con los pantalones en la mano.
Al otro día, el rumor sobre el suceso hervía entre el vecindario. Por aquel
entonces desde todos los patios y gramolas de las tabernas se oía la copla
del momento compuesta por Rafael de León y Sandro Valerio, “La Parrala ”, que dio
base y pábulo al humor popular para motejar con tal apelativo a la simplona y
enamorada zagala. De ahí en adelante fue “La Parrala ” para el común del lugar.
La copla la hizo célebre Conchita Piquer, y apuntaba así:
“¿Quién me compra este misterio?
Adivina, adivinanza;
¿por quien llora, por quien bebe,
por quien sufre la Parrala ?
En realidad, La Parrala existió fuera de la copla; fue una
cantaora de Mogué (Huelva), de vida controvertida, y al parecer disoluta,
en la que Rafael de León y Valerio se
inspiraron para su referida creación lírica.