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A mi amiga buena, Noelia Hidalgo, que tanto ama la singular naturaleza de nuestro entorno, a la que tantos esfuerzos físicos e intelectuales dedica y de la que tanto sabe.
Tiene en la memoria aquel
rosal, atestado de blancas y coquetas rositas blancas de
pitiminí que plantara mi madre (a poco de mi nacencia) bajo el marco de la
ventana del cuarto del matrimonio en el destartalado cortijo de la ribera desde
el que se oye el rumor de las aguas del Guadalhorce, lejanas resonancias que golpean mi alma con sones líricos
filialmente emotivos. Lo he dejado escrito varias veces en otras secuencias.
Sería por
finales del mes de marzo tal se infiere de este
episodio que forma uno de los capítulos de mi nuevo libro, “Ecos
de la Alhóndiga ”.
El campo renacía del invernal letargo con verdegueo de sementeras, y, el aire, traía
ecos preñados de angoradas de tórtolas en sus nidadas del soto y pipiares de
pataletes recién salido de las overas.
Durante mi
estancia en cama en la que la mama buena
me tenía metido por un resfriado que
necesitó de cataplasmas de afrecho con aceite caliente envuelto en papel de
estraza, amén de ventosas que tanto odiaba, yo tenía ante mis ojos el verdor del ramaje y la blancura de las flores
de aquel rosal que, no obstante, me dejaba ver los árboles cercanos (limeros, perales sanjuaneros, ciruelos de frutos negros
y dorados, ajofainas, etc ) en uno de
los cuales una pareja de jilgueros iban
alimentando pico a pico a sus pataletes,
ya casi volantones totalmente emplumados y a punto para dejar el nido.
Una mañana,
vi como uno de ellos que siempre estaba mirando al rosal de la ventana, seguramente
midiendo la distancia, dio un titubeante voletón y cayó, más que se posó, en el ramaje del arbusto, orla de mi ventana. Mi alma cantó de
alegría, cuando de pronto, atraída por
el pipiar del hijo, la pájara madre acudió con una hormiga en su pico que depositó
en la desmesuradamente abierta boca del
pajarillo, aún con boqueras amarillas, suceso que se repetía a lo largo
del día en espacios perfectamente sincronizados y alternativos con las visitas
al mismo fin a los que aún estaban en el nido de enfrente de mi ventana. ¿Dónde
y cómo aprenden los pájaros, oh Dios, la
medida de la vida...?
Sentí una
punzante melancolía la penúltima mañana
de mi estancia en cama, al observar un
hecho que fue para mí una lección que nunca olvidé. Aquella mañana, la pajarilla de llamativos colores ya no traía al volantón su
diaria ración de comida, sino que piándole en su lenguaje misterioso, y
agitando trémulamente las alas en amago de vuelo, indujo a su hijo a seguirla
volando. Inesperadamente, siguiendo a su madre, el pajarillo se echó a volar y, al poco trecho, aquella viró con suma velocidad dejando al hijo a su suerte
ante su destino de pájaro canoro. Había
elegido para ello una mañana esplendente.
Lo último
que pude ver es que el jilguerillo se posaba en uno de los granados del quijero
de la acequia. Ya no pipiaba llamando a su madre; simplemente observaba el
panorama de la vida que tenía antes sus ojos...