miércoles, 4 de septiembre de 2013

ALHONDIGA: SECUENCIAS DEL ROSAL DE PITIMINÍ

                           

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A mi  amiga buena, Noelia Hidalgo, que tanto ama la singular naturaleza de nuestro entorno, a la que tantos esfuerzos físicos e intelectuales dedica y de la que tanto sabe.








            Tiene en la memoria aquel rosal,  atestado  de blancas y coquetas rositas blancas de pitiminí que plantara mi madre (a poco de mi nacencia) bajo el marco de la ventana del cuarto del matrimonio en el destartalado cortijo de la ribera desde el que se oye el rumor de las aguas del Guadalhorce, lejanas resonancias   que golpean mi alma con sones líricos filialmente emotivos. Lo he dejado escrito varias veces en otras secuencias.

            Sería por finales del mes de marzo tal se infiere de este  episodio que forma uno de los capítulos de mi nuevo libro,   “Ecos de la Alhóndiga”. El campo renacía del invernal letargo con verdegueo de sementeras, y, el aire, traía ecos preñados de angoradas de tórtolas en sus nidadas del soto y pipiares de pataletes  recién salido de las overas.

            Durante mi estancia en cama en la que la  mama buena me tenía metido por un resfriado  que necesitó de cataplasmas de afrecho con aceite caliente envuelto en papel de estraza,  amén de ventosas que tanto odiaba, yo tenía ante mis ojos el verdor del ramaje y la blancura de las flores de aquel rosal que, no obstante, me dejaba ver los árboles cercanos (limeros,  perales sanjuaneros, ciruelos de frutos negros y dorados, ajofainas, etc )  en uno de los cuales  una pareja de jilgueros  iban alimentando  pico a pico a sus pataletes, ya casi volantones totalmente emplumados y a punto para  dejar el  nido.

            Una mañana, vi como uno de ellos que siempre estaba mirando al rosal de la ventana, seguramente midiendo la distancia, dio un titubeante voletón y cayó, más que se posó,  en el ramaje del arbusto,  orla de mi ventana. Mi alma cantó de alegría,  cuando de pronto, atraída por el pipiar del hijo, la pájara madre acudió con una hormiga en su pico que  depositó  en la desmesuradamente abierta boca del  pajarillo, aún con boqueras amarillas, suceso que se repetía a lo largo del día en espacios perfectamente sincronizados y alternativos con las visitas al mismo fin a los que aún estaban en el nido de enfrente de mi ventana. ¿Dónde y cómo aprenden los pájaros, oh Dios,  la medida de la vida...? 

            Sentí una punzante melancolía  la penúltima mañana de mi estancia en cama, al  observar un hecho que fue para mí una lección que nunca olvidé.  Aquella mañana, la pajarilla  de llamativos colores ya no traía al volantón su diaria ración de comida, sino que piándole en su lenguaje misterioso, y agitando trémulamente las alas en amago de vuelo, indujo a su hijo a seguirla volando. Inesperadamente, siguiendo a su madre, el pajarillo se echó a volar  y, al poco trecho, aquella viró con suma velocidad dejando al hijo a su suerte ante su destino de pájaro  canoro. Había elegido para ello una mañana esplendente.


            Lo último que pude ver es que el jilguerillo se posaba en uno de los granados del quijero de la acequia. Ya no pipiaba llamando a su madre; simplemente observaba el panorama de la vida que tenía antes sus ojos...