miércoles, 11 de marzo de 2020

VENDEDORES AMBULANTES DE LECHE

Resultado de imagen de Cabrero con sus cabras por calle repartiendo la leche in situ      
            Eran aquellos tiempos  para el recuerdo de quienes los vivieron, cuando  en los pueblos, y aún en las ciudades, los comerciantes y expendedores de materias de cotidiano consumo en los hogares, solían  llevarlas  a la puerta del domicilio del cliente.

 El cabrero, arreando una parte de su piara recorría las calles a diario  muy de mañana, estableciendo en ellas de trecho en trecho una estación de reparto, a la que las amas de casa acudían para que aquel les despachara la leche    directamente de las ubres de la cabra a su cacito u olla. Mientras tanto, ella vigilaba para que no presionara mucho las tetas al ordeñar  a fin de  evitar que la excesiva fuerza  del chorro lácteo hiciera espuma en la vasija, pues era sabido que cuando la espuma desaparecía, el contenido real de leche en el recipiente quedaba disminuido. Siempre ha existido tira y afloja entre el que afana  y el que no quiere ser víctima de la sisa.


         Igualmente, el “pescaero”  iba por las calles del lugar vendiendo su mercancía que transportaba, en capachos encostalados a lomos de una bestia; después, la venta callejera se hacía en bicicleta con una caja plana sobre el “portamantas”,y,  ya al final, en coche.

         Hubieron  personajes realmente singulares en esta actividad. Recordemos al “Listre”, mote que nadie sabe ni su  significado ni su por qué. Este personaje  pregonaba el pescado a golpe de trompeta cuartelera. No más llegar con su Renault “cuatroele” azul a la   entrada del  pueblo, echaba mano de su corneta militar, que conservaba de cuando en la legión fue cornetín de orden del coronel, y a toque de diana  floreada hacía saber al mujerío que el pescado había llegado. Entonces, se producía un fenómeno digno de una viñeta de Mingote y de una greguería de algún ingenioso costumbrista: Al escuchar el toque de trompeta, que habían asociado con la sabrosa sardina con la que el Listre solía regalarlos, los gatos salían en tropel de las casas, rabo enhiesto, maullando de regusto adelantado, alrededor de los pies de sus amas  que a veces  hicieron caer  a alguna de ellas.    

            El cuento del Flautista de       Hamelin, pero que el Listre en vez de concretarlo con ratas, lo hacía realidad con la familia gatuna. Y toda esta promiscua algarabía de gatos y mujeres alrededor del  “cuatrolatas” del  “pescaero” seguía  por las calles del lugar como una procesión inusitada del mercadeo más original.  Era la expresión más genuina de la sencillez socarrona de las gentes de los pueblos. Del pueblo que a cierta edad, ya se convierte en referencia inalterable del  sentimiento. Es el sabor del "lugar", del pueblo hecho amorosa e imperecedera melancolía, que es una forma de aferrarse a la vida, a la vida del dulce terruño.