sábado, 23 de marzo de 2019

SEQUÍA Y LLUVIA SOBRE LOS CAMPOS


            Aquel año, ya el otoño avanzado hacía temer al campesino que aquel verano “no se iba a poner era”, y ello sellaba en su cara  un rictus  de desasosiego y preocupación. Pese a que durante toda una semana la luna llevaba cerco, señal, según la atávica experiencia, de que la lluvia estaba próxima,  los días pasaban sin que los resecos barbechos se mojaran, y lo avanzada de la otoñada, estación de las siembras tempranas --cebadas, alcaceles para pastos que evitan comprar piensos, arbejas, yeros, altramuces, etc --, hacía temer  que no preñarían las besanas, que son promesas  de harinas y esperanzas de vida.

            Pero el hombre del campo vio como, aunque tardías, las lluvias bajaron “calaeras” de los cielos en millones de   filamentos verticales  que, de inmediato, al besar la faz de la tierra  tomaba a esta  bandadas de pajarillos  revoloteando y gorjeando en vuelos rasantes y, la cara del labriego, se tornó jovial y eufórica.

          Aprovechaba  el tiempo (en una labor   de campo siempre hay cosas que hacer) que duró el temporal para majar esparto y hacer con él sogas lazos, coyundas, porteras de carretas, trabas y corniles para el ganado yuntero, y de vez en cuando echaba  mano a la petaca  para  liar  en papel smoking y con enorme habilidad, un bue cigarro de tabaco arrascado a la pastilla prensada del Cubanito que, sentado a la puerta del tinado, se fumaba traspuesto viendo de llover en los campos. ¡¡¡Memento cuyo recuerdo me embelesa  de amores imperecederos… aunque venga de cuando era un niño cortijero con cinco años…!!!

            Apenas dos días después de escampar  las bruscas,  los barbechos  eran un hervidero de yuntas abriendo besanas y amelgando la tierra,  ya esponjada y atemperada, en donde, pintadas o a voleo, el terruñero  iba esparciendo las semillas  que pronto serían mantas verdes sobre el marrón de los campos.