jueves, 17 de septiembre de 2015

AMOR EN LA PARADA DE SEMENTALES


Resultado de imagen de amor en el heno


            El “tío” Bernardo, tenía una pequeña labor de cómo cuatro fanegas de tierra  de regadíos segregadas de las  del Cortijo de la Alhóndiga; finca, que antes se llamaba de Bracho, al  que él  la compró  con pagos a plazos.   

            Linda  por  sureste con  la agarena acequia del Barullo, cuyas aguas la riega, elevando  la torna mediante atraque; por el resto, encuadrándola, avecinda   con la finca matriz.  Junto a la acequia,  a salvo de las avenidas del río, se alzaba la casa vivienda compuesta de planta baja con dependencias para  trojes de granos, alacena, trastero para herramientas, amplia cocina con horno de leña para el pan,  comedor, salón, y alguna sala más.  La segunda planta está dedicada a dormitorios. En definitiva, típica casa de la vega guadalhorzana.

            La  puerta de entrada,  al sol naciente y mirando al pueblo con la blanca ermita  de la Virgen de los Remedios acunada en el bello  Monte de la Ermita. Delante de la puerta  un amplio porche empedrado,  rodeado de un  poyo de obra y asombrado en la canícula con una tupida  parra  de uvas negras gaspacheras.

             Adosados al lateral este, el  tinado y la cuadra, y, como a 10 metros, corraletas para ganado de cerda que aprovechan los desperdicios de huerta y domésticos.

             En el  patio interior de la vivienda, también tenía el cortijillo  un gallinero con una nutrida parva de gallinas y otras aves a las  que cada mañana se les abría la trampilla de entrada y salida para que se alimentaran campeando. Los animales proporcionaban a Bernardo y su hija Elena un beneficio complementario al exiguo, y voltario,    de la explotación agrícola.

            Una vez por semana pasaba por “Lo Bracho” (que así continuaba llamando el pueblo a la explotación de Bernardo)  el recovero, que suministraba a la familia toda clase de ropa y tejidos amen de otros neceseres desde una aguja a una tijera, etc. Cobraba en especie: Pollos, huevos, trigo, maiz, gallinas, etc. De tal guisa, Elena tenía un ajuar muy nutrido y variado.

            Bernardo, en la fecha  que aquí glosamos,   era ya viudo;   su mujer, prematuramente muerta,  le dejó tres hijos, dos varones y una preciosa niña llamada, cual quedó dicho, Elena. A todos,  el buen padre les fue  enseñado  por las noches, antes de la duerma y  a la luz de un  carburo, cuanto él había aprendido en las escuelas nocturnas del pueblo y en la dura brega con la vida y con  la áspera tierra, que en ninguno de los casos era poco saber para la época.

            Un día,  en una de aquellas terribles glebas militares para luchar contra el moro en la guerra de África, enrolaron obligatoriamente  a los dos hijos varones de Bernardo;  jamás regresaron, como tantos otros soldados de aquella guerra.  El pobre labriego se  sumió  en la más punzante  e inextinguible  tristeza; su hijita, que iba creciendo y madurando plena de vitalidad, constituía para él la única razón para seguir viviendo y luchando.

            Ya en edad núbil, Elena  se convirtió en una de  las  mozas más agraciada,  y celebrada,  del entorno; era, además, enormemente valiosa ayudando a su padre en las duras faenas labriegas, amén de tener siempre el hogar limpio y  ordenado.  

            Como todos los años, aquel verano se alojaron en las dependencias  ganaderas del Cortijo de la Alhóndiga  --en el estío todo el ganado  estaba  en la pesebrera  exterior cubierta con cañaveras--  la  parada de sementales   para que  los labriegos llevaran  yeguas y burras a que las cubriera el semental correspondiente con garantía de pedigree.

            El día que le tocaba  la cubrición a la yegua de  Bernardo, éste se sentía indispuesto y,   encomendó a su hija llevar la bestia   a la parada. Este año quería que la sementara  el borrico garañón  a fin de que, llegado el momento,  pariera un mulo con que ir renovando la yunta mular de su labor.

            El menestral  de la parada era un fornido y bien parecido mozo, cuya edad sólo sobrepasaba a la de la púber zagala unos tres o cuatro años.

             Mientras él, delante de la briosa yegua   que se mostraba reacia al macho la retenía por la cerreta, la jacarandosa y decidida  moza,  avezada en todas las contingencias camperas, manejaba al enorme garañón que en un momento echó   sus brazos sobre las ancas y el lomo de la hermosa yegua; pero, por mucho que férvidamente  atacaba con su miembro en ristre,  no atinaba a entrarlo en la yegua. El mozo, desde su sitio, gritó a la joven:

            --Cójesela, ¡que no te va a picar...!, y apúntala a la vulva de la yegua, no dejes que se pierda el salto...
            --Sí...,¡ ya voy!

            Sin dudarlo un instante, la joven campera asió el enorme vástago  del borrico padre y lo puso en su sitio, empotrándose   entero de inmediato  en la interioridad de la bestia, lo que ésta  acusó   con un ostensible estremecimiento que no le pasó desapercibido en  su sensualidad  a la mocita.   Tras unos dilatados minutos  sobre su hembra de turno, el jumento se apeó lánguidamente. Todo aquello era misterio para la mocita que se le desvelaba en aquel momento.  

            El conjunto de esta  inusitada experiencia,   produjo en la bella moza  un despertar  de la más  recóndita y nunca experimentada  excitación  que se intensificó al rozarla el   apuesto mozo cuando se emparejó con ella al ir a amarrar la yegua a una de las argolla fijadas en la encalada  pared, mientras sugería   a la lozana moza  llevara ella al garañón  al tinado y lo apesebrara.

            La joven  hembra sintió en sus entrañas el culmen de la excitación amorosa que casi la obnubiló y la desinhibió totalmente. Ya no era dueña de sus actos: Escaló sin miramientos por una  escalera de vareo  que accedía al henil del tinado;  tumbó su espalda en los pajotes de heno, y esperó a que el mozo, guiado de los deseos que ella llevaba un rato percibiendo en su mirada, subiera también. No erró su instinto de hembra en celo.  Él,  al verla desnuda en toda su gloriosa anatomía de cintura abajo ofreciéndole su ahuecado vientre y las hermosas piernas en uve, con con vértice en un endrino bulbo piloso   se desconcertó  y, quedose atónito y paralizado. Quedamente, casi susurrándole,  díjole la diosa carnal al terme varón:

             ¡¡Vente a mí..., tooomaaame...!!

            Al primer embate del manijero,  la joven tuvo  una primera sensación de desgarro,  después  sintió  sus adentros plena y placenteramente tomados con contundencia, y, por último, un chorreón tibio inundó su seno, que le hizo susurrar:

            ¡Que dulce, que dulce...!,  entrando ambos en inefable y total laxitud. 

            Cuando el sol hincaba  la cabeza por poniente, la joven inició el  retorno  al hogar. Hubo de hacerlo a pie, llevando la bestia de reata,  porque al subir sobre  ella, aquella tarde   sentía  molestias, por otro lado explicables. Notaba una sensación extraña, como que algo nuevo se injertó aquella tarde  en su vida. Al despedirse  del joven sementalero, el la dijo:

            --Soy tuyo...
            --Y yo tuya, amor mío; mañana de atardecida te espero en la mimbre del atraque...

            Pasados dos meses, mientras padre e hija regaban a manta unos canteros,  ella le dijo:

            --Padre, debo  decirte algo que te va a enfadar
           --¿Qué,  hija mía...?
           --Voy a tener un hijo....
           --¡¡Del mozo de la parada de sementales...!! ¿verdad?, y él ¿que dice?
           --Los paseos que doy todas las tardes es para vernos, se muestra enamorado y está deseando tener un hijo;  quiere que nos casemos ya.
            --¡¡Gran Dios, gracias, la guerra me quitó dos hijos y Tú  me das  otros dos...