sábado, 23 de marzo de 2013

EN EL DÍA DE LA MUJER





DOROTEA

En su maternidad,  dedico este panegírico a mi joven amiga, Noelia Suarez 

****
**

Homenaje un tanto apasionado a la mujer. Tratándose de sumarse a la exaltación de su condición de fémina inefable,  siempre  símbolo y praxis de la abnegación y la solicitud entrañable (joya que puso Dios como colofón de su Creación), no puede ser de otra  manera, que con  pasión efusiva. ¿Cómo no, si son a la vez madre que nos pariera, novia como segundo estadio  del despertar a las maravillas de la vida en la que ella  pone complacencia y  goce --“carne de la mujer, ambrosía más bien, ¡òh maravilla!”, que diría Rubén Darío--;  compañera, amante, hermana, amiga y, musa necesaria de quienes tienen alma de poeta. Va por vosotras.

=====
Como enamorado de dos feministas por excelencia, Teresa de Jesús (“fémina inquieta y andariega”) y del Quijote cervantino, llevo a cabo este proyecto de  exaltación femenina desde los auspicios inspiradores del libro “MUJERES DEL QUIJOTE (Al amor de las estrellas)” de Cocha Espina, que al igual escribiera, “La niña de Luzmela”, “La esfinge maragata”, “Despertar para morir” y, otras que descubrí, y  degusté con fruición, desde mi adolescencia, bajo las indicaciones (permítanme este recuerdo gratificante)  del  gran catedrático profesor de literatura en el Instituto Aguilar y Eslava  e Internado de la Purísima Concepción, asociados, de Cabra, don José Escalada, nombre que jamás se nublará en mi memoria y gratitud.



Como orlas gráficas, usaré las mismas sugestivas pinturas del antes citado libro, con firma de su autor en uno de los ángulos.

Luna nueva, campo dormido, noche de verano en la ribera. Cielo de terciopelo, puro, despejado y resplandeciente, cielo estival cartamitano que nos mira con  pupilas iluminadas de estrellas mensajeras, invitadoras al sueño  sobre la buena y amada tierra... 

Desde las baldas cortijeras, cantan los gallos  acentuando el silencio limpio aún de  impertinencia de rumores.

Arriba, en la penumbra del lugar, bajo el arrullo luminoso de la luna blanca, miles de vidas laten al unísono dormidas con igual ignorancia, incapaces de seguir las huellas reveladoras del Misterio.

Pero no, en un habitáculo de dilatado ventanal, la luna es compañera y consoladora de las cuitas amorosas del Alonso Quijano, el hidalgo terruñero, que sí sueña despierto con un ideal transido de melancolía; sueña con una mujer que en sus desvaríos de poeta andante la sublima en un entramado de madrigales irreales.

Sueña el caballero Don Quijote con Aldonza, no por cierto el dechado propio y fino para encarnar los ideales del caballero. 

Lorenzo Corzuelo, labriego de pan comer,  tenía una hija, Aldonza, moza que pese a ser  membruda y silvestre, se convirtió en dueña y señora del ensoñador caballero andante, quien, acostumbrado a vislumbrar en sus libros de lecturas ( con aventuras de Caballeros andantes y Amadís),  musas, emperatrices y altas princesas, y pasear con ellas  su encendida imaginación por las verdes riberas de la tierra guadalhorzana. Idealizó  hasta  las más altas cumbres del pensamiento a aquella zafia tobosana a la que rompió en llamar, Dulcinea del Toboso.

Calladamente la quiso durante muchos años, con esa lealtad, con esa noble continmencia, con esa delicada timidez, prendas morales de los poetas y de los héroes, cuando los hay auténticos sobre la faz de la tierra.

De aquel gran amor tan casto y escondido, tan lleno de inefables revelaciones, brotó sin opción a dudas en don Quijote el firme propósito (para merecer de la mujer de sus altos ideales),  de salir a deshacer entuertos, a imponer la verdad, el bien y la justicia con el brío y denuedo de su brazo, pues pocas proezas hay en el mundo que en la inspiración enamorada hacia una mujer, no tenga su raíz.

Dulcinea es pues, una ilusión sutil, pero, al fin y al cabo, mujer ideal que Cervantes creó con la pobre arcilla de la tierra y con el rico aliento de su numen la idealizó en el mas hermoso  simbolismo, enseñándonos que todas las mujeres son bellas, porque todas las mujeres son madres, hasta las que no han parido:   el corazón de todas y cada una de ellas es una cuna en  que arrullan a un niño.

 Loor, pues, a la mujer.