¡COMPADRES, ¡QUE “AIGA" ARREGLO!
El cielo encapotado con negros nubarrones que ya habían dejado caer algunas brusquillas sobre los resecos barbechos, daba fe de la entrada del otoño. Mi padre -- su frente ancha: mi nido de consejos--, y yo, tras haberlos sacado uno a uno del cantero y lavados a mano metidos en el agua de la “pasada” ganadera en la acequia del Barullo, cabe la pesebrera estival del ganado, sajábamos nabos con nuestras navajas “payá” cuyas rebanadas, entrelargas de hojas a rabizas, iban cayendo en una espuerta de esparto en la que el boyero las distribuiría en las pasturas vespertinas y de alba, en sus propios pesebres al ganado vacuno que, en esos momentos rumiaba rítmicamente haciendo sonar sus esquilas y cencerros. El lento sonar de las cercanas campanas parroquiales se antojaba también más lánguido y amarillo. Una vaga melancolía suplantaba la emotiva exultación veraniega de esquilmos y trillas de mieses en las eras.
De pronto, sonaron dos tiros de escopeta por las hazas cercanas a los tapiales del cortijo de Alhóndiga, que me hicieron reprocharle a mi padre:
--Esos han sido los dos “cazaores” que hemos visto bajar del pueblo a los regadíos, y han cazado la liebre que salta cada vez que al regar voy yo a abrir la torna de “las mimbres”. Por no haberme dejado tú ir a “tirarla” me la han quitado...
--Hijo, fueraparte de que todavía quedan muchas faenas que hacer, me da miedo..., la escopeta es más alta que tú. Cuando vengas del colegio con vacaciones de Navidad, si traes buenas notas, te prometo que yo mismo iré contigo con la otra escopeta y la podenca, a cazar todos los días que quieras... ¡¡Cuántas veces hemos ido juntos a cazar a rececho y a la mano liebres, conejos, zorzales en los habares, agachadiza y polluelas... que se levantaban de los cristalinos arroyos en invierno..!!.
Hoy busco la hora que no encuentro
en el recuerdo de mi niñez lejana,
perdida
más allá del infinito cielo
--Bueno hijo, ya tiene el boyero preparadas las pasturas de tarde y alboreá; vámonos pa la casa que pronto volverá a llover si descargan aquellas nubes que cubren el cielo por Bonela.
Era ya la hora de casi entre dos luces,
un silencio de luces
que los grillos ametrallan,
y en la
orilla de la acequia
hierven ronquidos de
ranas
Los cazadores, que desde el sombrajo de la pesebrera habíamos visto regresar con la liebre empatillada a la cintura de uno de ellos, estaban sentado al resguardo del relente en el balate del haza de Frasquito, el de “la codorniz”, y, por encima de sus cabezas, habían echado la liebre y escopetas; junto a ellas, sesteaban los perros podencos.
Desde Cártama, por el camino que embocaría a la realenga, bajada un arriero con dos sacos de cebo, molido en el serraleón del pueblo, encostalados sobre el hato de un mulo de carga; aún no se había montado en la bestia que traía de reata mientras, petaca en mano, echaba tabaco para liar un cigarrillo.
La sonora jerga de los cazadores, sobredimensionada por el sereno silencio de la atardecida autumnal, era de este tenor:
--¡Que no, compadre... que hay que decirle a Josefita la de la “bodega” que guise la liebre al ajillo; así está ma tierna
--Pero, compadre, somo muchos los que nos vamos a reunir y en pipitoria da para trasegar mas vino, al ajillo no cabemo a ná...
De pronto, mirándome con una burlona sonrisa me dijo el padre bueno: “Muerde lo que está pasando por encima de la cabeza de los escopeteros...” Dos fieros mastines de la cercana casilla de Pepito “El bicho”, habían hecho huir a los podencos y sólo les quedaba por englutir de la liebre las orejas y las peludas patas. Mentiría si no dijera que me alegré del hecho: aquellos cabrones que me habían birlado la liebre, estaban pagando bien su, para mí, felonía cinegética.
El arriero con su
mulo llegó a la altura de los cazadores antes que mi padre y yo, lo que no fue
óbice para que oyéramos claramente su consejo a los blablaneros liebreros: “Compadres, quear con Dios y, que
aiga arreglo, hombres, que aiga arreglo, lo mesmo da ya en pepitoria que al ajillo...”
Mi padre y yo llegamos a la casa:
¡Aroma de guiso recién cocido...!
humean las viandas...¡la mesa puesta...!
La
madre, corazón de nido...