lunes, 5 de diciembre de 2022

 CUANDO A JOSE VARGAS Y A SU MUJER CATALINA E HIJOS PEQUEÑOS, LOS SALVÓ LA VIRGEN DE LOS REMEDIOS DE MORIR AHOGADOS POR UNA RIADA DEL VOLTARIO GUADALHORCE UN MES DE AGOSTO

A mi querido amigo, José Vargas Ruíz, hijo mayor de José y Catalina.

***

En agosto de 1941, en el Partido de la Isla, a la altura de la Estación de Aljáima, Guadalhorce por medio, el matrimonio cartameño, José Vargas Espinosa y Catalina Ruiz Santana, habían echado “a medias” un huerto de sandías y melones de varias fanegas de tierra en el “rompedizo”.

A no más de cien metros del río estaba la choza que, con esqueleto de horcones de álamo negro y guarnecido con paredes de cañaveras y techo de juncos y palmas, habitaban los medianeros durante el “esquilmo”. A la salida de la choza-vivienda, estaba el imprescindible sombrajo en precario que proporcionaba sombra bajo la que  se guisaban las comidas en  fuego de leña entre tres piedras como hornillo. En este sombrajo también  guarecían del sol canicular los frutos, amontonados a la espera de que los recogiera la camioneta del cosario –“Pitana”, “El dependiente”, Antonio Díaz,  o, “Juaní “– para trasladarlos al mercado de Málaga. A veces, se porteaban  en carretas, en un recorrido de tres horas.

 En el interior de la choza dormía el matrimonio con una hija pequeña y un recién nacido; los otros  hijos   –el mayor no pasaba de 10 años– y los “arrimaos”, lo hacían en el sombrajo de la puerta, sobre los hatos, serones, o un jergón relleno de sayos, todo sobre el suelo.

 Aquella tarde de agosto, José Vargas había dado descanso a sus  hijos mayores para que fueran al lugar distante legua y media, a ver la actuación del celebrado cómico Sardiguera y su trupe, que tanto divertían a la gente menuda. La noche debían pasarla en la casa del pueblo y, tempranito, habrían de estar de vuelta en el huerto para ayudar a las faenas del día.

 En el campo, con el matrimonio, quedaron  la hija de dos años y el niño en cuarentena. Al pardear el día, el cielo mostraba una negrura densa, surcada a intervalos por aparatosas culebrinas--relápagos que parecían alancear la cresta de la sierra de Bonela, por poniente. No era raro que, en esa época, se “vaciaran las cabañuelas” con alguna llovizna, o se presentara “blandura” para madurar los higos, por lo que José y Catalina, avezados a las inclemencias en el campo, no le dieron mayor importancia a una posible lejana tormenta de verano.

 Apagaron faroles y candiles de aceite y se entregaron al sueño. Pero, a eso de la medianoche, los despertó el agua de la fuerte lluvia que calaba la choza; al echar los pies al suelo para encender el candil, el agua les llegaba a las rodillas. El temible Guadalhorce se había salido de madre e invadía ya las huertas ribereñas. No había una sola estrella y la única luz que se veía en lontananza era de la bombillita exterior de la ermita de la milagrosa  Virgen de los Remedios. El río rugía como un monstruo de los infiernos. Ello preocupó hasta el estremecimiento a José Vargas, porque su habitáculo veraniego estaba en la enderechura de la tumultuosa corriente y, si enderezaba por aquel venaje sería, salvo milagro, el final de todos.

 Percatado, pues, de la gravedad de la situación, sin luz, las cerillas para encender candil y farol se habían mojado, subió como pudo a su mujer en la cubierta de la choza, y le dio el mantón para abrigar al niño de cuarentena que dejó con ella, así como un perrillo que tenían, esperanzado de que la choza aguantara el envite de las aguas mientras él volvía de poner a salvo, en tierras no tomadas por el río, a la niña de dos años. Con ella sobre los hombros e invocando fervientemente a la Virgen de los Remedios, inició una penosa marcha hacia los secanos; el agua le llegaba al pecho y los pies le pesaban como el plomo al atascarse en el tosco barro que iba dejando la avalancha de aguas turbias con sus arrastres.

Al llegar a un almatriche, cuyos quijeros estaban cubiertos de cañaveras, tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo para apartar las cañas, y asido a ellas, cruzarlo. Por los pitidos de los trenes en la cercana Estación de la Aljáima, al otro lado del río –que por ser Remitente de frutos conocía sus horarios y sabía si se trataba del “mixto”, del “mensajero” o, de alguno de mercancías–, fue teniendo noción del tiempo. Después de varias horas de penoso caminar con su hija en alto para que no la cubrieran las aguas, logró llegar, ya casi de madrugada, a la casilla de labor de la familia Bedoya, donde pidió socorro. En ella estaban, en aquella ocasión, un vecino llamado Frasquito Orejuela y su mujer. Esta quedó al cuidado de la niña, mientras su esposo y José Vargas volvieron al lugar en donde quedó  Catalina con el pequeño y el perrillo.. Pero, como temían, la corriente de las aguas se había llevado la choza con su carga humana en la cubierta.

Nadie, en aquella infinita extensión de agua turbia pestilente  y barro, respondía a las voces que ambos daban, llamando a Catalina. Por lógica (tal veían de cercano el curso del río y la corriente de las aguas desbordadas ya retornando a su cauce), las esperanzas de que la choza no hubiese seguido el curso tumultuoso hacia el mar, eran mínimas o casi nulas. La desesperanza y la angustia ante lo peor, atenazaba el corazón de José y Frasquito. De pronto, oyeron el aullar lastimero del perro y, enloquecidos de alegría, corrieron como pudieron en dirección al penetrante ladrido del perro.

De pronto, vieron que, inverosímilmente, la chabola vegetal había encallado entre los troncos de dos naranjos plantados a menos marco del normal y, en ellos, quedó encallada la ya abierta y plana chocilla. Cuando llegaron, Catalina estaba inconsciente sobre la choza que como he dicho,  flotaba ya plana. Colgado de la ramilla de uno de los naranjos, partida para que sirviera de gancho, encontraron (¡oh, Virgen de los Remedios!) el mantón con el niño muy bien liado en él por la madre, por “si a mí me llevaba la corriente y me ahogaba, que encontraran a mi hijo y viviera”. El perrillo estaba junto a Catalina, tiritando y gimiendo, al tiempo que lamía la cara de su ama. Con el coñac que llevaban al efecto, lograron hacerle recobrar a Catalina el conocimiento y reanimarla.

Quien esto escribe, escuchó de su vecina Catalina, una y otra vez, esta odisea y matizaba, que en medio del torbellino y la inmensa y lóbrega oscuridad, sólo veía la lucecita de la Ermita de la Virgen de los Remedios en su monte que, curiosamente, no se había apagado, y que todo el tiempo se lo pasó pidiéndole a ELLA  por sus hijos y su esposo  que pudiera  criar sus niños.

Así lo supo y lo vivió el pueblo y así lo contaron una y otra vez los protagonistas de esta impresionante odisea. Fue aquella una  más de las incontables  riadas del Guadalhorce a lo largo de los siglos, arrasando las vegas de su ribera, al mismo tiempo que con el