lunes, 12 de diciembre de 2022

 

 

 

TABIQUE”

A la memoria de mi padre,  al que tanto quiso TABIQUE

 

 

Los molineros, Antonio “El Pichi”, “El Niño de la Ramona”.  “Miguelón” y su hermano “Paquito Pupilo”, que atendían el  turno de día, estaban atareados en las faenas de molienda de aceitunas en la almazara,  y no se habían percatado de la presencia de aquel desvalido perrillo, de raza “ratera”, variedad malagueña

 

Su pelaje era blanco, un tanto sucio de tanto deambular a  la deriva, hambriento, desvalido y medroso por las calles, aún  terrizas, del pueblo y por el muladar al que  lindaban las tapias del molino, siendo más que probable que su madre  pariera a la camada en alguna de las garberas de cañas que otrora abundaban por estos descampados. Las  orejillas   color negroide dobladas sobre sí mismas,  una mancha  retinta en la parte izquierda de su diminuta cara y,  un hociquillo renegrido.  Rabón, aunque el muñón de éste que le quedaba era un órgano más para expresar, moviéndolo a distintos compases,  el estado de ánimo del enclenque can.  En la calle, desde donde vino a resguardarse   junto a las cálidas paredes de los  trojes interiores del molino, corría un terralote  que atería el cuerpo del diminuto animal que le hacía tiritar  en toda su anatomía; se veía claramente desmamantado y, por tanto, desnutrido,  probablemente  su madre, a saber cual, también estaría  ya sin leche en sus ubres para alimentar   a sus hijos, y los  habría desperdigado fuera del tresnal de haces de cañas  a la aventura por la perra vida, para  que cada uno corriera su suerte. No mediría el mínimo animalillo  quince  centímetros de largo por  siete de alto.

 

Se ubica este relato en  la malhadada época de  dura postguerra, de lacerantes  hambrunas para los humanos (da horror la mera evocación),   cuánto más para perros callejeros.

 

Miguelón (1.90 de envergadura y un corazón tierno como breva paneta),  lo vio el primero y  lo cogió en sus enormes manazas; le trajo de la casa  de Frasquito que comunicaba por dentro con la almazara,  un buen plato de leche migada con pan, del  que  el perrillo  comió hasta  lamer el fondo. Púsole después sobre un saco vacío, entre  calentitas y aromáticas  “tortas”   de orujo de aceitunas prensadas y lo dejó bajo la mesa del romanero. Pero, el pequeñajo chucho se sentía más protegido arrimado a las paredes y tabiques del molino y, en una de ellos, volvió a guarecerse, aún tembloroso, tendencia que dio lugar a su nombre. Fue adoptado como  uno más de los animales domésticos de la labor de Frasquito “Talento”,  a la que también pertenecía   la mentada almazara de aceitunas.

 

Cuanto más crecía en edad (de cuerpo quedó pequeño tal  solían estar estos “rateros” guadalhorzanos),  TABIQUE mostraba  su fino y agudo instinto, diríase inteligencia,  en aras de un constante y  abnegado  servicio a los humanos próximos, a los que, a  veces, superaba en la lealtad y fruición de sus  comportamientos afectivos.

 

De raza le venía el instinto de cazador. Donde él estaba, o merodeaba, las ratas domésticas,  antaño tan  abundantes en graneros, tinados, corrales, patios y cuadras labrantías,  desaparecían. También  perseguía por las  huertas  las ratas de agua, topos, lirones y otras pequeñas alimañas dañosas para la agricultura. Nunca, empero,  persiguió a comadrejas,  turones, lagartos,  culebras y otros depredadores tan necesarios para el equilibrio ecológico favorecedor de  los campos de labor. A veces,    hasta se enfrentaba, en desigual lucha, con el tejón que salía de noche de su tejonera subterránea, escarbada en el soto del río, a los plantíos de avellanas (cacahuetes), ya en sazón,  que destrozaba con sus impresionantes uñas causando  enormes perjuicios  al siempre por doquier  atosigado campesino.

 

Como curiosidad, es de resaltar el espectáculo que constituía ver a TABIQUE perseguir las ratas de acequias y almatriches cuando al resfriar el labriego los rastrojos, el agua las sacaba de sus escondrijos estratégicos  bajo tierra junto a las raíces de los frutales, de cuyas cortezas  se alimentaban debilitando  el árbol, y también  en el mismo momento acosaba a  topos y lirones, igualmente dañinos. TABIQUE, metido hasta la barriga en la manta de agua que cubría los canteros, iba dando cuenta de todos  y cada uno de los roedores enemigos del labrador, con el arrobo de éste al verle  “faenar”.

 

El entrañable ratero,  tenía distintos toques de ladrido: se sabía  cuando perseguía a su presa por el  latido”;  hucheaba para pedir  ayuda porque él no podía alcanzar  a alguna alimaña que lo había esquivado subiéndose a un árbol,  ;  chillaba”,  cuando, aterrado, venteaba al  perro rabioso que, según adagio poco feliz,  solía suceder en la época de la flor del almendro; “gañía”,  si estaba enfrentado al temible tejón,  mas fiero y potente que él y, así pedía ayuda;  gruñía” quedo, orejas en postura expresiva, para advertir al amo que alguien extraño se acercaba  a donde se encontraran ambos,  distinguiendo con inaudita certeza si eran gentes de paz o aviesas. Tal rezaba la copla, para las gentes de los campos cercanos “no había en la ribera otro perro como mi perro...”

En la caza de la rata doméstica mostró una aptitud  singular  que le dieron fama  entre el vecindario, cuyo nombre, todos  sabían, especialmente los chavales, quienes, a veces, le acompañaban para verle como las sacaba de entre aperos, pilas de sacos,  espuertas, boquetes no muy hondos y otros escondites; lo jaleaban    cada vez que, con recortes felinos y una velocidad endiablada e inconcebible en su escueta anatomía, cogía una de estas roedoras entre sus dientes, y la  enviaba al otro mundo con un brusco y como eléctrico  zarandeo a izquierda y derecha  de su cabeza;   muerta, la dejaba displicentemente en el suelo y, a por otra si la había, seguido de la chiquillería que le azuzaba: “¡¡¡Aquí, aquí,  TABIQUE, otra, otra, ¡urri ahíiiii,  a por ella...!!!!!!

 

***

 

Como  casi todas las  del  verano, aquella noche agosteña, quien esto escribe,  hijo mayor  del dueño de la labor, Francisco Baquero Vargas, “Frasquito Talento” para el pueblo,  se fue a dormir a cielo raso en la parva de la era, en donde esperaría  al carretero, que haría lo propio,  para, antes de  rayar el día, uncir la yunta a la carreta y ambos, con la fresca,  iniciar la tarea de barcina de gavillas  desde el trigal del llano, entre la acequia del Barullo y el Huerto de Pajarito,  a la era-gañanía, distantes entre sí   unos 200 metros.

Sería eso de la media noche. De pronto, al mozo lo despertó TABIQUE tocándole con su mano  la cabeza al tiempo que “gruñía  mirando hacia las patas del ganado vacuno amarrados  con sus corniles  a las argollas de  la pesebrera por debajo del  ras de la era. Sabía bien el mozo que aquel “gruñío  era de alarma y, tuvo miedo, porque alguién merodeaba ya que el ganado vacuno había dejado de rumiar; no obstante, preguntó en voz alta: “¿quien anda por ahí?” No se hizo esperar la contestación tranquilizante “Paco, soy AntonioMiracielo (insisto: nadie escapa de tener mote en los pueblos); mis niños han despertao llorando de jambre y vengo por una olla de leche de la “suiza” y..., Paco,  ¡me la voy a llevar...!, ¡mis hijos tienen hambre...”. Eran los años de la “churripampa”, la hambruna de los años cuarenta.

 

---¡Oh Dioooos..., Claro que sí vas a dar de comer a tus hijos, y leche caliente;  tranquilo hombre de Dios... Pero no de la vaca “suiza” como dices,   que ya se ordeñó esta tarde y está “escurría”; a la  “coletera”, que parió hace un mes chispa más chispa menos y ya no tiene calostros;  le vamos a amarrar las patas a un  horcón y,  de ella, vamos a llenar la olla de leche para tus chavales...”

 

Temiendo que la vaca bregara, ya que no había sido nunca ordeñada, en efecto, la amarraron las patas a un horcón del sombrajo-pesebrera. En cuclillas, cada uno a un lado de la  mansa res que parecía comprender y se dejaba hacer, fueron cayendo a la olla cuatro orondos hilos de blanca y espumosa leche   hasta quedar a reboso. TABIQUE,  como  confidente del hecho no perdía puntada; su gemir, casi imperceptible dando vueltas alrededor de la pesebrera, era inusitado y parecía salirle de un fruido gozo.

--Ahora vamos a ver si Antonio Zapatero, el boyero, tiene pan en su canasto...Mira,  tiene medio pan casero amasado, llévatelo, que ya buscará el por otro lado, y mígale la leche de la olla a tus zagales... Además, vamos a ir al Huerto de Pajarito a robarle melones, coge un saco... ¿No hay ninguno a la vista?, pues sácalo de algún aparejo de las bestias de los que sirven de mandiles.

 

200 metros barbecho a través separaba el sombrajo del melonar de Pajarito. Aún no había salido la luna, que estaba en fase de cuarto creciente; a cegata, el hijo de Frasquito iba viendo al peso y tanteo los melones que estuvieran ya maduros, y, echándolos en el saco que abierto de boca llevaba Antonio. Ya estaba más del comedio, cuando desde la choza  tronó la voz del bueno de  José Pajarito que se quedaba de noche en ella guardando el pegujal, “¡ladrones yo os voy a dar  melones...!”: ¡Puuuuum!. Al hijo de Frasquito le cogió el escopetazo cuando ya de espaldas iniciaba, con la priesa que cabe suponer, la escapada y, la perdigonada con plomillos del 7, le cogió desde las nalgas a la espalda. ¡Corre Antonio, llevate el saco y escóndete tras el moño de cañas...!. Fue la salvación de Antonio: el segundo tiro se ahogó en el mentado moño de cañas que había en un rincón del haza en la cresta del balate de la linde. Ya en el sombrajo, el boyero y el carretero que había vuelto de ver a la novia (Antonio lloraba creyéndose culpable de aquella sangre aparatosa), estuvieron un gran rato sacándole, a la luz de un candil y un farol de boyería perdigones incrustados en la piel (el tiro fue de lejos) al hijo de Frasquito y desinfectando con el zumo de limones que habían estrujado en un jarro de aluminio.  Cuando Antonio volvió al pueblo con su carga, TABIQUE que estuvo en la escena del “robo”, le acompañó corriendo y  saltando  a su lado, como congratulándose, hasta que lo dejó en  su casa.

 

***

 

El hijo de Frasquito llegó ál sombrajo-pesebrera desde los regadíos, con una carretada de matas de maíz que, que  para pasturar el ganado, él y el bueno de Miguelón, capataz de la labor, habían entresacado en los maizales.

--¿Mi padre no ha hecho aún el gazpacho para la merienda?,  preguntó al morero y al boyero el hijo de Talento, al que, lo mismo que al compañero, le acuciaba la gazuza.

 

--Tu padre bajó a las huertas y todavía no ha vuelto; nosotros no esperamos más para merendar de lo que tenemos  en nuestros canastos,  hazlo tu con nosotros, tu padre se habrá entretenido con alguien...

 

Cansados de esperar, y preocupados porque a Frasquito desde la guerra le daban ataques de epilepsia y perdía el conocimiento, ya se disponían los operarios y su hijo a bajar a las huertas en su busca, cuando el eco les llevó el “hucheo” lastimero de TABIQUE,  más o menos de la huerta el “Cañamillo”.  Hacia esta haza que estaba puesta de melones se dirigieron siguiendo el latir del perro.

 

La angustia se apoderó de su hijo y del morero, que había bajado con él, cuando vieron a Frasquito  tendido sobre un banco de melones, cara al cielo, y el perrillo con sus cortas manos sobre el pecho de él, lamiéndolo, como besándolo, temblaba entero gruñendo y mirando a los que iban, y al amo, como queriendo explicar que allí estaban esperando auxilio.           Tenía Frasquito a su lado un saco con tres o cuatro sandías  que había cogido para, como solía hacer,  implementar con ellas la merienda tras comer todos el gazpacho y el mojete en el dornillo.

 

Frasquito estaba inconsciente, muchas fóllegas a su alrededor sobre las matas de sandías, que era señal de que el ataque había sido fuerte y con  mucha brega. Su hijo lloraba mientras le limpiaba la sangre de los arañazos y lo besaba...;  el morero dio un vocinazo a los de la pesebrera que acudieran a toda bulla con una bestia aparejada para llevarlo en ella al pueblo, distante, cuesta arriba, como unos 1.000 metros.

 

El hijo, a horcajadas sobre la yegua sostenía delante de su pecho con una mano a su padre y, con la otra, llevaba el cabestro de la cabalgadura  linde arriba. Agarrado a la cola de la bestia le seguía el buen amigo desde  la niñez en la Alhóndiga, “Paquito pupilo” y, completando el cuadro junto a éste, TABIQUE,  fiel metáfora de la fidelidad y el amor acunadas en el  alma del perrillo.

 

Ya Frasquito en su cama, y suministradas  las grageas de luminaleta o luminal preceptivas, todos se salieron de la habitación para que durmiera pero..., TABIQUE, agazapado en la alfombrilla de la cama,  mirando a unos y otros hizo saber enseñando los dientes y gruñendo que él no se separaba de su amigo y amo; no hubo maneras, allí observando cualquier movimiento del enfermo, amaneció al otro día.