sábado, 3 de diciembre de 2022

                           CRISTOBALÓN Y FLORIPONDIO

               (Lección  del Obispo a los niños de una escuela rural)

            En   1.947, Málaga tuvo un obispo (en 1.965, cardenal),   al que las gentes que le conocieron, de los que aún viven algunos, le recordamos con  sentimiento propicio de amor y reconocimiento  por su enorme caridad y entrega a la causa de los pobres y marginados a los que, por carecer de voz, él les  prestaba la suya, y, de qué manera: Los domingos, a las 12 de la mañana raro era el hogar en el que la radio no estaba conectada para oír la homilía de don Ángel Herrera Oria. Homilías, las suyas, en las  que dejó reflejado su pensamiento social, muy en línea con  la doctrina de León XIII. Asistió al Concilio Vaticano II, con mucha influencia en los debates sobre Esquema de la Iglesia  y el mundo moderno.

            Quien esto redacta, tuvo la suerte de tener tres vivencias próximas e inenarrables ante   Don Ángel Herrera Oria.

            Entre tantas obras buenas, recordamos hoy la creación de escuelas-capillas por los más apartados,  diseminados y abruptos   partidos rurales de la Diócesis para niños analfabetos  sin casi posibilidad de alfabetización por vivir en tan apartados parajes de la geografía malagueña, cuyas familias se dedicaban a una agricultura y ganadería caprina elemental de supervivencia. A estos niños, él quiso llevarle el beneficio de la escolaridad y el bálsamo de la prédica transcendente. Fueron más de doscientas las escuelas-capillas creadas por Obispo Herrera Oria.

          Cuando  la aurora de cada día, como tumbaga de diamante hacía señales por detrás de las crestas de los cerros, e iluminaba  las sendas, caminos, veredas y trochas de estos dilatados campos, ya transitaban por ellas   alborozados hormigueros de chavales y chavalas de todos los parajes para  confluir a recibir lecciones de  saberes cotidianamente, previo a un buen desayuno en aquellos tiempos no sobrados de alimentos,   en la escuela capilla que don Ángel les había construido al efecto, atendidos por maestros, no sólo de solvente capacidad como enseñantes sino, con vocación  de sacrificio, ya que, entonces, habían de establecer su domicilio in situ, completando su influencia lectiva, con el diario  ejemplo  de buenas maneras y sana superación.

En una de estas escuelas ubicada en el partido de enfrente de la Estacada, quiso dar  don Ángel Herrera, como solía hacer en todas  al inaugurarlas,   la primera lección a los niños, que, lógicamente, versó sobre temas generales; en un momento dado, puso de manifiesto la bondad del hombre como creatura cumbre de Dios, sin dejar de encomiar la entrega de maestros y maestras (por algo se llamaban igual que el de Nazaret) sin olvidarse de encomiar la labor de los curas, de los que varios de ellos, como es lógico en una visita pastoral del obispo,  estaban presentes.

             Al terminar su disertación, el prelado invitó a los niños a que libre y espontáneamente  (miró significativamente a maestros y curas) le hicieran cuantas preguntas tuvieran a bien. Uno, cuya inteligencia, como la de todos ellos,    se encontraba aún en el estadio de la inocencia rousseauniana, empezó de esta guisa:

            --- Señor Obispo ¿entonces todos, todos,  los hombres y los curas  son buenos?

            El Obispo-Cardenal,  puesto en aprieto ante sus propios curas, autoridades y asistentes, se quedó  pensativo; al fin de un silencio ominoso, fijando su aguda mirada en aquel  avispado zagal,   le contestó:

            --- Verás, hijo: Cuando Dios creó el mundo, a todas sus creaturas las hizo buenas, incluidos los hombres y las mujeres, y, por supuesto, a los curas...  

            Otro, secundó  a su compañero:

            --- Señor Obispo,  por eso los camiones de Juanillo el de los Barreiros  llevan tó un letrero que dice “to er  mundo e gueno...”

            El Prelado abundó:

            --- Me alegro de que ese señor Juanillo piense así. No obstante, admitido, naturalmente,   que todo el mundo es bueno,  siempre hay unas personas que son mejores que otras, porque todo en la vida tiene  escalas y es un tanto de relativo. Os lo voy a explicar con un ejemplo en forma de cuento:                                              **

            “En una villa de estos pagos, otrora levítica, vivían, con otros,  dos curas cuyos nombres de pila se ignoran hoy; no obstante, como era, y es, costumbre en los pueblos, a  ambos les había puesto la gente un apodo. A uno,  de condición afable y bondadosa, de carácter llano y concordante con la campechanía  de sus feligreses, servicial a más no poder y asequible a las  interpelaciones de éstos sin distinción de clases sociales, por regla general campesinos, el pueblo le rompió con el sobrenombre de Cristobalón.

            Al otro, un poquitín  voltario, de inclinaciones anabaptistas,  siempre repelosillo, una pizca dictatorial e impositivo,  heterodoxo bajo la apariencia de ortodoxo, la gente también le asignó un coherente apelativo, Floripondio.  

            Un atardecer autumnal, decidieron  leer juntos el libro de tercias dando un paseo, con las frescas, por los caminos de la vega del Guadalhorce. Cuando ya iban por la realenga  que lleva al vado de “Las tres leguas”, al que bordean  sendas hileras de frondosos y floridos granados, chopos y enormes álamos en cuyos gruesos  troncos los jóvenes enamorados habían gravado con navaja  corazones  punzados con flechas en homenaje al dios Eros,  cortó el aire una auténtica y mantenida ráfaga de palabras gruesas, tacos irreverentes  y blasfemias a un nivel decibélico   que se oirían en los tajos campesinos de media legua a la redonda.

            El desesperado vocear, provenía de un gañán, cuya carreta, cargada hasta  la punta de las varas  de sacos con granos, tirada   por una  yunta de ampones bueyes, al pasar la  charca que se había formado en el camino con las aguas sobrantes de riego que los campesinos dejaban ir por las almatriches de las  últimas hazas de la Alhóndiga, se había atascado en el denso barro hasta el mismísimo buje del eje de las ruedas, sin que los pujosos  bueyes, por mucho que el carretero les aguijoneaba, no pudieran sacarla.

            El carretero, que veía que el tiempo pasaba y, su amo, un cogotudo individuo con  muchas ínfulas de terrateniente,  le iba a pedir cuentas de la tardanza  y, por supuesto,  de la torpeza por no haber cruzado la charca por la vera del camino que siempre acumula menos barro, se ciscaba voz  en grito en lo visto y en lo no visto, en lo humano y en lo divino, metido en barro hasta la cintura, empujando con el hombro los radios de una de las ruedas  y aguijoneando con “llamaera” en la otra mano a la yunta.

            Ante la goyesca estampa y el angustiado vocerío del pobre carretero, la reacción de los tonsurados fue dual: Floripondio, dio de sí cual era: con gesto airado, furibundo, descompuesta la faz, increpó al gañán de esta guisa: “Mal hombre, impío, blasfemo, irreverente, desgraciado, lástima me da  de ti por el castigo que Dios te va a dar  el día que te mueras; te va a llevar al infierno...”. Mientras esto vociferaba,  arrancaba  amapolas, ramitas de granados con sus  flores rojas  y cuanto le pudiera servir para hacer  ramo que llevarle  como desagravio a Santa Ana, que entonces tenía un oratorio erigido por los campesinos junto a la carretera que, saliendo del pueblo, conducía a otro cercano.

             No se había percatado en su iracunda reacción de que Cristobalón  con sus atléticos brazos y reposados consejos,  había frenado al carretero cuando  como una fiera acorralada había indiciado la acción de aguijonearlo en las nalgas al igual que hacía a los bueyes.

            Floripondio, antes de desaparecer de escena  campo a través en derechuras a la Ermita de Santa Ana, miró hacia la carreta a ver que era lo que había hecho callar al carretero y, lo que vio, hirió su orgullo clerical: Cristobalón,  se había quitado la sotana, le había aparecido un  pantalón laico de pana y una pobretona camisa de popelín, y, ayudaba  al carretero a aliviar la carreta de peso. En la trasera del lecho, el gañan le iba poniendo los sacos de 80 a 100 kilos (que eso pesaban entonces los sacos de granos) de pie al  para que le fuera fácil al clérigo echárselos a la espalda y dejarlos apilados en un sitio seco al borde del camino.

            Suficientemente deslastrada  la carreta, Cristobalón dijo al carretero: “Arranca una caña de ese quijero y llama tu la yunta, que yo con la “llamaera” me voy a meter bajo el lecho de la carreta y  los voy a arrear a ver si la sacan sin necesidad de aliviarla de más sacos; llama a los bueyes desde lejos con la caña y quítate de en medio en cuanto yo te lo diga, porque en donde  les voy a hurgar con el aguijón van a salir bufando como demonios... vamos a ver si salimos ya del atascaero...”. Por algo, el pueblo, que a veces es sabio, le había derivado en  aumentativo el apodo, del que se venía a inferir  que,  llegado el caso, el buen cura era más bruto que el mismísimo gañan.

            Tras recargar ambos los sacos en  la carreta, dijo el cura al cuitado  peón: “Arrima la yunta al puente de la acequia del Barullo pa que descansen los bueyes, dejando paso en el camino, y, vamos nosotros a liar tabaco echando un rengue sentados en el brocal”

            El carretero, saboreando ya un buen cigarro de picadura negra, comentó con tristeza que probablemente su amo lo despediría por haber tardado tanto en ese viaje de  acarreo  a la casa labor.

            ---Pierde cuidado, buen hombre, yo te acompaño y ya le explicaré a tu amo, que es uno de los principales contribuyentes en diezmos y primicias a la Iglesia, lo que ha pasado, y, más le valdrá comprender y ser  ecuánime contigo...

            En ese mismo instante, Floripondio que salía de la Ermita de Santa Ana, vio asombrado que tras una nube  de blandura veraniega, se asomó por un instante el rostro de Dios; pero se equivocaba: Los llameantes ojos de júbilo del Sumo Hacedor, no miraban a él, sino hacia el puente de la acequia del Barullo en donde otro cura y una criatura buena  platicaban de cosas agradables a su inmenso corazón.