CRISTOBALÓN Y FLORIPONDIO
(Lección del Obispo a los niños de una escuela rural)
En 1.947, Málaga
tuvo un obispo (en 1.965, cardenal), al que las gentes que le conocieron, de los que
aún viven algunos, le recordamos con sentimiento propicio de amor y reconocimiento por su enorme caridad y entrega a la causa de
los pobres y marginados a los que, por carecer de voz, él les prestaba la suya, y, de qué manera: Los
domingos, a las 12 de la mañana raro era el hogar en el que la radio no estaba
conectada para oír la homilía de don Ángel Herrera Oria. Homilías, las suyas, en
las que dejó reflejado su pensamiento
social, muy en línea con la doctrina de
León XIII. Asistió al Concilio Vaticano II, con mucha influencia en los debates
sobre Esquema de
Quien esto redacta, tuvo la suerte de tener tres vivencias próximas e inenarrables ante Don Ángel Herrera Oria.
Entre tantas obras
buenas, recordamos hoy la creación de escuelas-capillas por los más apartados, diseminados y abruptos partidos rurales de
Cuando la aurora de cada día, como tumbaga de diamante hacía señales por detrás de las crestas de los cerros, e iluminaba las sendas, caminos, veredas y trochas de estos dilatados campos, ya transitaban por ellas alborozados hormigueros de chavales y chavalas de todos los parajes para confluir a recibir lecciones de saberes cotidianamente, previo a un buen desayuno en aquellos tiempos no sobrados de alimentos, en la escuela capilla que don Ángel les había construido al efecto, atendidos por maestros, no sólo de solvente capacidad como enseñantes sino, con vocación de sacrificio, ya que, entonces, habían de establecer su domicilio in situ, completando su influencia lectiva, con el diario ejemplo de buenas maneras y sana superación.
En una de estas escuelas ubicada en el
partido de enfrente de
Al terminar su disertación, el prelado invitó a los niños a que libre y espontáneamente (miró significativamente a maestros y curas) le hicieran cuantas preguntas tuvieran a bien. Uno, cuya inteligencia, como la de todos ellos, se encontraba aún en el estadio de la inocencia rousseauniana, empezó de esta guisa:
--- Señor
Obispo ¿entonces todos, todos, los hombres
y los curas son buenos?
El Obispo-Cardenal, puesto en aprieto ante sus propios curas, autoridades y asistentes, se quedó pensativo; al fin de un silencio ominoso, fijando su aguda mirada en aquel avispado zagal, le contestó:
--- Verás,
hijo: Cuando Dios creó el mundo, a todas sus creaturas las hizo buenas,
incluidos los hombres y las mujeres, y, por supuesto, a los curas...
Otro, secundó a su compañero:
--- Señor
Obispo, por eso los camiones de Juanillo
el de los Barreiros llevan tó un letrero
que dice “to er mundo e gueno...”
El Prelado abundó:
---
Me alegro de que ese señor Juanillo piense así. No obstante, admitido,
naturalmente, que todo el mundo es bueno, siempre hay unas personas que son mejores que
otras, porque todo en la vida tiene
escalas y es un tanto de relativo. Os lo voy a explicar con un ejemplo
en forma de cuento: **
“En una villa de
estos pagos, otrora levítica, vivían, con otros, dos curas cuyos nombres de pila se ignoran hoy;
no obstante, como era, y es, costumbre en los pueblos, a ambos les había puesto la gente un apodo. A
uno, de condición afable y bondadosa, de
carácter llano y concordante con la campechanía
de sus feligreses, servicial a más no poder y asequible a las interpelaciones de éstos sin distinción de
clases sociales, por regla general campesinos, el pueblo le rompió con el
sobrenombre de Cristobalón.
Al otro, un poquitín voltario, de inclinaciones anabaptistas, siempre repelosillo, una pizca dictatorial e impositivo, heterodoxo bajo la apariencia de ortodoxo, la gente también le asignó un coherente apelativo, Floripondio.
Un atardecer autumnal, decidieron leer juntos el libro de tercias dando un paseo, con las frescas, por los caminos de la vega del Guadalhorce. Cuando ya iban por la realenga que lleva al vado de “Las tres leguas”, al que bordean sendas hileras de frondosos y floridos granados, chopos y enormes álamos en cuyos gruesos troncos los jóvenes enamorados habían gravado con navaja corazones punzados con flechas en homenaje al dios Eros, cortó el aire una auténtica y mantenida ráfaga de palabras gruesas, tacos irreverentes y blasfemias a un nivel decibélico que se oirían en los tajos campesinos de media legua a la redonda.
El desesperado vocear,
provenía de un gañán, cuya carreta, cargada hasta la punta de las varas de sacos con granos, tirada por
una yunta de ampones bueyes, al pasar la
charca que se había formado en el camino
con las aguas sobrantes de riego que los campesinos dejaban ir por las
almatriches de las últimas hazas de
El carretero, que veía que el tiempo pasaba y, su amo, un cogotudo individuo con muchas ínfulas de terrateniente, le iba a pedir cuentas de la tardanza y, por supuesto, de la torpeza por no haber cruzado la charca por la vera del camino que siempre acumula menos barro, se ciscaba voz en grito en lo visto y en lo no visto, en lo humano y en lo divino, metido en barro hasta la cintura, empujando con el hombro los radios de una de las ruedas y aguijoneando con “llamaera” en la otra mano a la yunta.
Ante la goyesca estampa y el angustiado vocerío del pobre carretero, la reacción de los tonsurados fue dual: Floripondio, dio de sí cual era: con gesto airado, furibundo, descompuesta la faz, increpó al gañán de esta guisa: “Mal hombre, impío, blasfemo, irreverente, desgraciado, lástima me da de ti por el castigo que Dios te va a dar el día que te mueras; te va a llevar al infierno...”. Mientras esto vociferaba, arrancaba amapolas, ramitas de granados con sus flores rojas y cuanto le pudiera servir para hacer ramo que llevarle como desagravio a Santa Ana, que entonces tenía un oratorio erigido por los campesinos junto a la carretera que, saliendo del pueblo, conducía a otro cercano.
No se había percatado en su iracunda reacción de que Cristobalón con sus atléticos brazos y reposados consejos, había frenado al carretero cuando como una fiera acorralada había indiciado la acción de aguijonearlo en las nalgas al igual que hacía a los bueyes.
Floripondio, antes de desaparecer
de escena campo a través en derechuras a
Suficientemente deslastrada la carreta, Cristobalón dijo al carretero: “Arranca una caña de ese quijero y llama tu la yunta, que yo con la “llamaera” me voy a meter bajo el lecho de la carreta y los voy a arrear a ver si la sacan sin necesidad de aliviarla de más sacos; llama a los bueyes desde lejos con la caña y quítate de en medio en cuanto yo te lo diga, porque en donde les voy a hurgar con el aguijón van a salir bufando como demonios... vamos a ver si salimos ya del atascaero...”. Por algo, el pueblo, que a veces es sabio, le había derivado en aumentativo el apodo, del que se venía a inferir que, llegado el caso, el buen cura era más bruto que el mismísimo gañan.
Tras recargar ambos
los sacos en la carreta, dijo el cura al
cuitado peón: “Arrima la yunta al puente de la acequia del Barullo pa que descansen
los bueyes, dejando paso en el camino, y, vamos nosotros a liar tabaco echando
un rengue sentados en el brocal”
El carretero, saboreando ya un buen cigarro de picadura negra, comentó con tristeza que probablemente su amo lo despediría por haber tardado tanto en ese viaje de acarreo a la casa labor.
---Pierde cuidado, buen hombre, yo te acompaño
y ya le explicaré a tu amo, que es uno de los principales contribuyentes en
diezmos y primicias a
En ese mismo instante,
Floripondio que salía de