jueves, 8 de diciembre de 2022


El niño la Virgen", por Celeste Torre


A mi amigo Paco Baquero, recordando la subida, en el año 2000, a la Ermita “Los Remedios”, de Cártama.

 Llegó con la sonrisa 

 del amigo que embarga 

 todo cuanto posee 

 en pos de la amistad.

 

 El Niño de la Virgen,

 místico de una ermita, 

 contempla entre dos mundos 

 que uno perfuma el Valle 

 de todo el Guadalhorce. 

 

 Era un hombre muy alto

hecho de tierra blanda, 

 miel de caña y compota; 

 con voluntad de hierro. 

 

 Sus ojos eran bosques 

 con recodos perdidos, 

 donde la fe aún tiene 

 palacios de cristal. 

 

 Cuando hablaba de Ella, 

 su voz era un prodigio 

 de ángeles dormidos 

 sobre un sendero alado

 escrito en la memoria. 

 

 La estampa era tan bella 

 que subimos despacio, 

 detrás del peregrino, 

 por la empinada cuesta. 

 

 Cártama dormitaba 

 en la tibieza blanca 

 de su cal milenaria. 

 

 Las piedras del camino, 

 con ocultos presagios, 

 cedían a cada paso

 una esperanza nueva, 

 una promesa,

 un rito, 

 un milagro cualquiera, 

 una ilusión, ¡la fe!, 

 único talismán 

 que florece, sin nombre, 

 detrás de los misterios, 

 en el árbol perenne 

 cubierto por los siglos. 

 

 Arriba, solo, el monte, 

 abrazado a la ermita, 

 en una comunión 

 de incienso derramado. 

 

 Dentro está la Señora… 

 y en sus ojos de Luz, 

 cien espejos de estrellas

 convierten en eterno 

 todo lo sobornable. 

 

 Al fondo, allá en el valle,

 perdido entre la noche, 

 se desangraba el río, 

 ocultando su verde

 herido por las sombras. 

 

 Y hay un momento mágico 

 a velas encendidas, 

 a pájaros dormidos,

 a plegaria y a salmos, 

 a Madre y a Mujer. 

 

 Por un instante extraño, 

 se iluminó la ermita 

 con la lumbre secreta 

 de un exvoto del Sol.

 

 De repente, la tarde 

 se deshizo con prisa 

 sobre un letargo antiguo 

 de encajes amarillos. 

 

 Bajábamos despacio

 tras los pétalos blancos 

 de una luna de tiza. 

 

 Brotaba en cada paso 

 un vaticinio lleno 

 de promesas cumplidas.

 

 Y el viento solitario 

 arrastraba en silencio 

 un olor a montañas 

 unidas entre sí, 

 como un castillo moro 

 cuyas pétreas almenas 

 están deshabitadas 

 de sus cantos de guerra. 

 

 Casi sin darme cuenta, 

 como un milagro único, 

 empapando el perfume 

 del humilde tomillo 

 y el nardo de la noche, 

 volvió la realidad, 

 ya libre de pecado.

 

 Tan sólo los minutos, 

 cansados de esperar, 

 se escaparon fugaces 

 detrás de la retama.