jueves, 30 de septiembre de 2021

 

                        EL FANTASMA Y  LA MOLINERA

 En “Los Cerrillos del Molino”,  existía una casa con molino adosado (de ahí el topónimo), con tiro de bestia  para la molienda de cebos  y harinas, en cuyas afueras, allá sobre  primeros del siglo XX,  solía salir lo que entonces llamaban, un “espanto”; obviamente, no era tal, sino que un mozo de oficio cabrero,  retozaba con  la molinera y, para preservar la honra de su amante, intentaba “espantar” posibles merodeadores por las proximidades, sobre todo a la hora que él solía “pelar  la pava 

Al efecto, de vez en cuando, y previamente al peluseo con la novia, se   disfrazaba de fantasma echándose por la cabeza una sábana, y dentro de ella amarrada al cuelo metía un farol de boyero encendido,  otras veces en la mano. De tal guisa caracterizado  hacía cabriolas como un demonio del averno, al tiempo que rotaba frenéticamente el farol en la oscuridad y bajo las negras sombras del olivar. Así hacía  cuando   oía los pasos de alguien que transitaba por el cercano camino induciendo al caminante, por miedo, a  desviarse por otras veredas alternativas hacia su destino. Lo peor del “espanto”, como cabrero de oficio, era su puntería  con la honda, pues  donde ponía el ojo daba la pedrada cual si fuera el proyectil de un obús, con la particularidad de que cuando sonaba el zurriago de la puntera de la honda, el rebolo ya había impactado en la anatomía del apuntado. Llegó un momento que los habituales usuarios del camino, por prudencia y canguelo se encaminaban a su destino por otras trochas, dejando el campo libre al astuto cabrerizo y a la molinera para sus desahogos amatorios.

 

 Pasar de noche hacia la vega de la Alhóndiga o, de Riarán, por el camino de  “Los Cerrillos del Molino”, era algo así   como atravesar el océano por el Triángulo de las Bermudas.

Pero no hay gusto que mucho tiempo dure. Según contaban los antiguos del lugar, todo se le acabó a los amantes a la sombra de los olivos   cuando uno de los rebolos  del  galán impactó en el tricornio de uno de los números de la guardia civil caminera que, en su ronda nocturna, tomaron el camino de marras; el guardia, como era de esperar, ni corto ni perezoso y  con el genio  de punta, y aún sin tener  blanco fijo por las cabriolas del “fantasma”, al tun tun,  vació  en las enderechuras del cabrero  las cinco balas del cargador de su mosquetón, moviendo el cerrojo del arma  más a priesa  que “se persigna un cura loco”; los  estentóreos fogonazos y el silbido de las balas en el silencio nocturno  era como para disuadir a cualquiera de amorosas  aventuras por muy tórrida que fuera la demanda de bragueta y bragas. 

El molino se llamaba también de “Gallego”, que así se apellidaba su dueño, quien, al morir, dejó el cerraleón y empiedro como legado a su viuda   e hija, quienes continuaron las faenas de maquila; gozaba la moza de fresca y oronda anatomía, lo que lógicamente despertaba los apetitos carnales del más  flemático de los mortales;  su primera y romántica  (como todas las primeras) aventura  de tal índole, no pudo terminar de forma más estruendosa ni radical. Maldecía a las circunstancias que  dieron lugar al corte de sus excitantes lances. El guardacabras, obviamente, se pasó de puntería.