En “Los Cerrillos del
Molino”, en tierras del Cortijo de la Alhóndiga, existía una casa con molino
adosado (de ahí el topónimo), con tiro de bestia para la molienda de cebos y harinas en cuyas afueras, allá sobre primeros del siglo XX, solía salir lo que entonces llamaban, un “espanto”.
Obviamente, no eran tal, sino
que el "gachó” que retozaba con la hija de la
molinera, se disfrazaba de fantasma con una sábana blanca sobre la chorla y un farolillo de tinado en la mano, haciendo ostentosas cabriolas con aquellas y, rotando el farol en medio
de la oscuridad de la noche, para “espantar” hacia otros caminos la molesta presencia de transeúntes.
Lo malo de aquel "pantasma", o fantasma, era que, cuando sonaba el zurriagazo de su
honda, el rebolo ya había salido de ella con puntería de avezado cabrero hacia
la anatomía del que osaba intranquilizarle con su inoportuna proximidad por el cercano camino el ayuntamiento que se tría con la briosa cernedora (al parecer ésta era extremadamente gritona en determinadas circunstancias), que, por otro lado, según la tradición oral, estaba de muy buen
ver y mejor catar.
Ciertamente la endiablada puntería con la honda del pollo empicado
en el peluseo con la almazarera, suscitaba aún más canguelo que la fantasmagórica sábana y las luminosas
espirales del farolillo de marras. Lo cierto era que pasar de noche hacia la vega de la Alhóndiga , o de Riarán, por el camino de “Los Cerrillos del
Molino", resultaba tan peligroso como atravesar el Triángulo de las Bermudas; quiere ello decir que, lo más prudente,
era trincar por otras trochas, que habíalas y, en su defecto, campo a través tal estuvo establecido algún tiempo por los designios de la honda del cabrero.
Todo acabó, según contaban los antiguos del
lugar, cuando uno de los rebolos del susodicho galán impactó en el tricornio de
un número de la guardia civil caminera, el cual, ni corto ni perezoso y
con el genio de punta (póngase cualquiera en su lugar: recibir de buenas a primeras en pleno tricornio un tiro de honda con pedrusco), aún sin tener
ya blanco por la movilidad del macho vara, al tun tun, vació sobre la
oscuridad en derechura del fantasma las cinco balas del cargador de su mosquetón, moviendo el cerrojo del
arma más a priesa que “se persigna un
cura loco”; los estentóreos fogonazos y
el silbido de las balas en el negro silencio de la noche, era como para
disuadir a cualquiera de amorosas aventuras
por muy tórrida que fuera la demanda de la bragueta y de las bragas. Pero la mala suerte de que uno de los peñones lanzados por la honda del libidinoso cabrero, topara con el tricornio de un miembro de la benemérita, acabó con el sabaneo, el faroleo y la follenda del cabrero y la molinera.
El molino, se llamaba también de “Vallejo”, que así se apellidaba
su dueño, quien, al morir, dejó el cerraleón y empiedro en herencia a su viuda e hija, que continuaron las faenas de
maquila; gozaba la moza de fresca y oronda anatomía, lo que, lógicamente, despertaba
los apetitos carnales del más flemático
de los mortales; su primera y
romántica (como todas las primeras)
aventura de tal índole, no pudo terminar
de forma más estruendosa ni radical. Maldecía a las circunstancias que dieron lugar a tan drástico corte de su placentera aventura servida a domicilio con nocturnidad entre los susurrantes olivos.
Este legado de la tradición popular cartameña, contado a mi manera, lo que no atenta contra la verosimilitud y que tiene por argumento los amores de la molinera, puede inscribirse, como una incardinación más de nuestra historia en la nacional, en la tradición temática de la literatura española. Como una muestra, por miles, ¿quién no ha leído "El Sombrero de tres picos" de Pedro Antonio de Alarcón que incluye en su argumento los amores chuscos entre el Corregidor y la Molinera?.
Y el folclore no le va a la zaga a la literatura:
"...Yo vengo de moler morena
de los molinos de arriba,
dormí con la molinera
no me cobró la molienda..."