Se
preguntarán ustedes, amigos lectores (y quizás con motivos) por qué esta recurrente tendencia mía a escribir del campo y sus cosas. En
realidad de verdad, yo no redacto: Soy mero amanuense de mis recuerdos, amores remansados en el fondo de las entretelas pujando por volver al
escenario vital de la historia, que es vida.
Por otro
lado, ello me ha sido pedido con
insistencia, sabiéndome testigo directo,
por no pocas personas deseosas de
conocer panoramas antropológicos, históricos e intrahistóricos de nuestros
cercanos antepasados, nuestras raíces al fin y al cabo. Y quiero complacerles porque, también, ello
forma parte de mi inquietud intelectual
y emocional, y, por supuesto, en la medida de mis humildes talentos y contando con que el
buen Dios, tira tirando, me conceda tiempo al efecto. Incluso, para más
permanencia en generaciones que carecen ya de referencias de tan interesante periodo
histórico, escribo un nuevo libro, en
fase muy avanzada, sobre aquella campesina y exuberante cultura de nuestros mayores quienes, con
abnegados esfuerzos y privaciones nos
legaron este hoy de bienestar que, dicho sea de paso, tan
irresponsablemente estamos destruyendo.
Sí, cuando se ha nacido en lares inundados de sedentes referencias y ancestrales
ecos, como lo era aquel cortijo (La Alhóndiga ) en do me nació mi hermosa y mirífica madre --algún día, uno de estos microrelatos
estará entero dedicado a ella ¿porqué no voy a escribir yo de mi madre?--,
oyes en su interior fluir un mundo del
que sientes tentación, casi irrefrenable, de escribir. Era La Alhóndiga
lo que su nombre agareno indica: Lugar en el que los campesinos
depositaban los granos para su comercialización, cual es hoy, para los frutos
perecederos, los mercados de mayoristas con sus cuarteladas. Sospecho que
incluso su creación arquitectónica se remonta a épocas anteriores a la mora, porque, por ejemplo,
las jambas de su gran portón de entrada de ganados y carretas al amplio patio
de gallanía, son enormes bloques de mármol de posible remanencia romana. De ahí
el título de mi nuevo libro antes mentado, “Ecos
de la Alhóndiga ”
Y, este
libro, va de eso, de la Tierra ,
que es como hablar de la otra Madre, ambas sustentadoras de vida,
que es amor. Tierra eterna, tierra de sementeras y amelgas, de olivos,
aceituneros y almazaras; tierra labrantía regada con sudores de hombres y
abnegaciones de mujeres (madres bravas),
en ambos casos surcos tibios en do
germina el semen que en sus matrices deposita el sembrador. ¿Sí, qué hay más parecido al útero materno que
el surco abierto en la tierra por el arado al ritmo lento de las yuntas? ¿Qué más
parecido al acto conyugal que cuando el
estaquillador iba otrora introduciendo con una mano el regatón de su estaquilla, a guisa de
falo, en el surco abierto y, al sacarlo,
dejaba simultáneamente con la otra mano los granos de maíz del que saldría con
el estío ubérrima cosecha?
Malhaya, Madre tierra, los que han dejado que de sus
ojos y de sus sentires se pierda tu
recuerdo, los que dejan de preñarte con
semillas de amores; malhaya sean porque
están labrando, y está a la vista, la ruina de la patria. Esa apatía orgullosa
ha secado el tempero de nuestro
bienestar y paz social.
Y a ti,
madre que me pariste, te recuerdo cantando canciones de antañonas mientras cogías del rosal de pitiminí, que tu
misma plantaste, coquetas rositas que enganchilladas
en tu endrino pelo, te hacían aún mas bella. Te recuerdo, asilado en sus
brazos, como una canora alondra, cantando coplas que me embelesaban. Pero el sufrimiento de
aquella maldita guerra, secó tus arpegios para siempre. Nunca más te oí cantar.
Hablaré en otro de estos mini relatos, de esa maldita guerra que sufrimos juntos.