La
bicentenaria y frondosa encina, nació
apenas brizna a la vera de un camino
realengo serpeante por la ladera de la
montaña hasta trasponer por su cima hacia otro término municipal.
Su umbrosa
copa fue siempre alivio de cansados caminantes y lugar de sesteo para piaras de ganados. Sus dulces y
crujientes frutos (bellotas) mitigaron siempre el hambre de toda una vegetariana fauna autóctona y, otrora, del hombre.
Con esa disposición
propia de árbol probo, vivió
siempre la enorme encina, lo que
le hizo acreedora a que el camino a cuya
vera vivía, fuera, y es aún, llamado por
los agradecidos transeúntes de todo oficio,
“El camino de la encina”
Durante
esos dos siglos, la ladera fue acosada infinidad de veces por invernales y furiosas ventiscas y huracanados temporales, que desfoliaron y arrancaron de cuajo al noble
árbol importantes ramas; formidables nevadas le helaron sus flores, promesas de cosechas de bellotas; desfasadas lluvias, seguida de sol
picante, quemaron su tierna trama que
serían flores y que, después, romperían
en nutrientes frutos.
Pero..., un
día, la envidiosa, parasitaria y aviesa
yedra que no ahinca sus raíces en tierra para sorber su alimento, sino que hiende en lo troncos y ramas de los árboles sus pequeñísimas agarraderas de trepa y succiona con ellas la sabia que desde tierra
sube y baja por los vasos leñosos y liberianos de los árboles
nobles, hicieron presa en la encina de la ladera. El resultado fue que la epifita
parásita lució su lujuriante porte y hojas lustradas
de un verdor insultante a costa de la salud de la paciente encina, a la que tupió totalmente
con su estéril follaje, hasta conseguir su total ruina vegetal. Así dejó de ser la
honrada y generosa bellotera alivio
de transeúntes, e incluso, la aleve
hiedra le anuló, que eso buscan todos
los (as) trepas con quien son
mejores que ellos, su personalidad
socio-vegetal.
Las consecuencias fueron fatales: La trepa, como todo ladrón, tiene sus confidentes: Cobijó en su espesa
fronda miriadas de larvas, insectos, termitas, pulgones,
orugas, etc. que, paralelamente, se incrustaron
en el interior del tronco y ramas
gruesas del viejo árbol, de cuyas entrañas
hicieron, inmisericorde, su pastura. Unos y otros lograron debilitar desde su base al ya inerme árbol.
Y, a aquel
árbol, que había sabido afrontar brava e indemne toda clase de avatares climatológicos y,
rehacerse de las heridas sufridas con la llegada de la primavera, le bastó ya que un leve céfiro topara
sobre el enorme y tupido velamen de yedra que lo envolvía, para dar con todo su porte en tierra por la acción innoble y furtiva de unos
viscosos bichejos que le royeron el
corazón.
Pero, como
le sucede a todo parásito vegetal (la cizaña y el avenate de los trigales, los
jopos de las habas y otras leguminosas, los bledos de los maizales, etc), al
ser segado por el labrador o, como abatimiento de sus soportes, tal la hiedra
con la encina, indefectiblemente ellos también son abatidos; y lo que es peor,
mientras de las ramas del árbol, después de muerto su madera sigue dando
servicios alimentando lares, como cabezales de arados, limones y ubios de
carretas, y los cereales segados dan trigo del que se hacen hogazas en las tahonas
o, tal las habas, son convertidas en carne en el cebo de animales, los
parásitos trepas mueren vilmente,
quizás sin penas, pero siempre sin
gloria cuando no con oprobio.
Moraleja.-
En el correlato humano de esta parábola, el hombre cabal, al que ni una guerra
civil, ni ruinas provocadas por robos perpetrados por ladrones de pacotillas que
al efecto sorprenden la confianza
depositada en ellos, lograron abatir el espíritu y la propia estima de hombre bien
nacido y, ellos, siguieron siendo para siempre, eso: meros ladrones de
pacotilla.