Ningún amor
puede tenerse en secreto. Es como el agua que circula bajo tierra, que siempre
termina manando por alguna fuente, a
veces, humildemente simulada entre
adelfas y sierpes. Los caudales de la existencia, en mi amoroso campo de niñez,
afloran tímidos por el manadero de mis relatos.
El amor,
como su oponente, el odio, es plural, no se centra en un solo objeto. Mientras
escribo, se acumulan en mi mente recurrentes y amorosos recuerdos del campo
sobre el que, a fuerza de pasear por él, mis ojos y mis oídos llegaron a
conocerlo con la misma fruición amorosa que
al cuerpo y el alma de la mujer amada, de la que tenemos en el
sentimiento, en el tacto, y en la yema
de los dedos grabados su excitante orografía carnal y los golosos resortes de
sus gozos temblorosos, sus ayes y sus
arrullos. Manuel Machado, uno de mis
poetas, dice así:
“¡Oh la paz! ¡Oh la paz! ¡oh la bendita
paz de
mi paisaje matinal...! Rosales
en mi ventana al campo...¡Oh la mocita
de la copla entre cañaverales!
Frente al sol generoso, junto al río
sonoro, en plena gloria de la vega...”
¡Oh tu hermoso
cuerpo de amante! Por tus balates sugerentes y
el follaje frondoso de tus barrancos, por los cielos y las lunas, por
tus caminos polvorientos, por tus oteros y coquetas mesetillas ribereñas, por
tus estíos y tus eneros, a lomos de mis
recuerdos, como otrora, cabalgan mis sentires
entre juncos, marciegas y adelfas bordeando el lírico río, en cuyas
aguas recitan sones atávicas
civilizaciones que por él nos llegaron, engendrando en los nativos un mestizaje
fecundo.
¡Oh campos,
campos de mi niñez en la ribera, a tí te brindo el temblor de mis palabras que
son de amores. ¡Oh voltario Guadalhorce del alma, que a tu vera fui nacido, que a veces eres pan y, a veces, llanto con tus aguas desbordadas...!