jueves, 8 de abril de 2021

 

           EL NIÑO Y EL PATALETE

          La ventana de mi  cuarto daba a un rosal que siempre estaba cargado de blancas y coquetas rositas de pitiminí que había plantado mi madre buena, con amplias vistas al campo plantío, en el entrañable y ancestral cortijo La Alhóndiga, enclavado en plena ribera guadalhorceña. Toda la vivienda carecía de techo raso, por lo que el viento silbaba por entre las rendijas del viejo y altísimo maderaje visto, sobre el que se asentaban las tejas que guarecían de la lluvia. Desde aquel tosco hogar de mi infancia, yo, niño nacido en tal cortijada agioganadera, escuchaba -en los silenciosos atardeceres y en las noches en calma- el rumor del río y la algarabía de toda la fauna diurna y nocturna del frondoso soto del Guadalhorce.         

 

          En aquel entonces, el centro de mi  vida intelectual y emocional estaba circunscrito al tibio hogar paterno que ocupaba una pequeña parte del caserío cortijero y sus contornos construidos, formando un espacioso cuadrado -con enorme patio enchinado, en medio- donde estaban todas las dependencias e instalaciones agrícolas que eran el centro de una explotación de 200 fanegas de tierra, entre regadíos y secanos.

 

          A medida que iba creciendo, ese limitado mundo vivencial iba abarcando mayor extensión. Paulatinamente se iba ampliando a parte de la vega,  la pesebrera y gañanía de verano en los exteriores del caserío,  la doble era para las faenas de trilla y esquilmo de maíz cuyas mazorcas se extendían en los empedrados para su secado y, sobre todo, el río. Ese río de umbrosos sotos, distante no más de 150 metros de la casa, hasta donde llegaban los ecos de la naturaleza que habitaba su entorno.

 

          En los atardeceres estivales el ruiseñor, desde  el árbol gasolino cercano al cortijo, gorjeaban al viento con su lánguido canto; y el pájaro trompeta que continuaba sus ayes canoros hasta muy alta la noche, arrullaba mi sueño de niño, que volaba con las historias épicas que le contaba su abuelo Talento sobre el puente del río y de cuando él era barquero en el Vado de Venta Romero.

 

          A finales de marzo, el campo renacía del invernal letargo con verdegueos de sementeras y, de lontananza llegaba a la casa-cortijo un amortiguado rumor de mugir de bueyes encelados, mientras pastaban en los manchones. El aire traía ecos preñados de engoradas de tórtolas en sus nidadas, y una jerga alborozada de pipiares de pataletes, recién salidos del cascarón, alegraban las copas de los árboles ribereños en que se hallaban.

 

          Una vez cogí un fuerte resfriado y mi madre me tuvo retenido en la cama unos días para curármelo a base de cataplasmas de afrecho y aceite caliente, envuelto en papel de estraza, amén de ventosas que tanto odiaba. Durante la convalecencia,  tenía ante mis ojos el verdor del ramaje y la blancura de las flores de aquel rosal que, no obstante, me dejaba ver los árboles del cercano huerto de limeros, perales sanjuaneros, ciruelos de frutos negros y dorados, ajofainas, naranjos, mandarinos y limoneros. En un ciruelo cercano, una pareja de pajarillos  “verdones” iban alimentando pico a pico a sus pataletes, ya casi volantones, totalmente emplumados y a punto para  dejar el  nido.

 

          Una mañana, me percaté de que uno de los pataletes, que siempre estaba mirando al rosal de la ventana -seguramente midiendo la distancia- dio un titubeante volantón y cayó, más que posarse, en el verde y tupido ramaje del rosal  pitiminí. Mi alma inocente de niño, brincó de alegría al ver a la avecilla, apenas emplumada, tan de cerca. De pronto, atraída por el pipiar del hijo, la pájara madre acudió con una hormiga en su pico que depositó en el desmesuradamente abierto pico del pajarillo, aún con boqueras amarillas. Este hecho se repetía a lo largo del día, en espacios perfectamente sincronizados y alternativos con las visitas, al mismo fin, a los otros pataletes que aún seguían en el nido del frutal de enfrente de la ventana.

 

          La penúltima mañana de mi estancia en cama, sentí una punzante melancolía al observar un hecho que me supuso toda una lección existencial que nunca olvidaré. Aquella mañana, la pajarilla  de pechuga verde, ya no traía al volantón su diaria ración de insectos, sino que piándole en lo que parecía un lenguaje misterioso y agitando trémulamente sus alas en amago de vuelo, indujo a su hijo a arrancarse a volar tras ella. El ramillete emplumado, zigzagueando torpemente en el aire, siguió a su madre hasta que ésta, al poco trecho, viró rauda en otra dirección, dejando al hijo asumir su destino de pájaro libre. Había elegido para ello una mañana esplendente.

 

          Lo último que pude ver es cómo el pajarillo se posaba en uno de los granados del quijero de la acequia de regantes. Ya no pipiaba llamando a su madre; simplemente observaba asombrado el panorama de la vida que iba descubriendo en toda su misteriosa magnitud. A la primavera siguiente el nido volvió a ser ocupado por otra pareja de verdones, siempre alertas, con sus ojillos de pimientas,  abiertos, por si se acercaba la primilla o el halcón rapaz. Allí estaba simbolizado todo el mosaico de la noria de la vida.