martes, 7 de abril de 2020

HE AQUÍ UNO DE LOS FAMOSOS MILAGROS, SEGÚN LA EPOCA EN QUE EL PUEBLO LO VIVIÓ, ATRIBUIDO A LA VIRGEN DE LOS REMEDIOS

Fotos de la Feria de Cártama 2013 - Ayuntamiento de Cártama
¡¡DEVOCIÓN, EMOCIÓN Y TRADICIÓN EN LAS CALLES DE CÁRTAMA!!

             Tenía yo entonces 10 años, pero lo recuerdo con la misma claridad y emoción que me produjo a mi y a toda la gente del pueblo, el día que tuvo lugar el extraordinario hecho, que sólo un milagro de la Virgen de los Remedios, invocada en ese trágico momento, pudo darle el desenlace que tuvo.

                Era agosto del año 1941. En el Partido de "La Isla", a la altura de la Estación de Aljáima (Cártama), Guadalhorce por medio, el matrimonio cartameño, José Vargas Espinosa y Catalina Ruiz Santana, habían echado “a medias”  con el dueño de un un terreno de riego de como 4 fanegas, de la  familia Rengue, un huerto de sandías y melones en tierras “rompedizo”, o terrenos de lamas feraces ganados al río con cuyo cauce lindaban. 

             A no más de cien metros del río estaba la choza que, con esqueleto de horcones de álamo negro y emparedados con haces bien recortados  de cañaveras y  techada  con tupida cobertura  de juncos y palmas, habitaban los medianeros durante el “esquilmo”, que duraba  unos dos meses del verano. A la salida de la choza-vivienda, estaba el imprescindible sombrajo como ampliación mas precaria  que proporcionaba sombra suficiente por su amplitud, bajo  el que se hacían las comidas a fuego de leña entre tres piedras como hornillo. En este sombrajo también se guarecían del sol canicular los frutos, a la espera de que los recogiera las camionetas de los cosarios –“Pitana”, “El dependiente”, Diego Díaz o, algún otro– para trasladarlos al mercado mayorista de Málaga.

              En el interior de la choza dormía el matrimonio con una hija pequeña y un recién nacido; los otros tres hijos  ---el mayor tampoco pasaba de 10 años– y los “arrimaos” (braceros contratados), lo hacían en el sombrajo de la puerta, sobre los hatos, serones, o un jergón relleno de sayos.

             Aquella tarde de agosto, José Vargas había dado descanso a sus tres hijos mayores para que fueran al lugar –distante legua y media–, a ver la  actuación teatral  del celebrado cómico, Sardiguera y su trupe, que tanto divertía a la gente menuda, celebrada en teatro, José González  Marín,  de la Villa. 

              La noche debían pasarla en la casa familiar del pueblo y, tempranito al otro día, debían estar de vuelta en el huerto para ayudar a las faenas  que daba la jornada. En el campo, con el matrimonio, quedó la hija de dos años y el niño en cuarentena. 

             Al pardear el día, el cielo mostraba una negrura densa, surcada a intervalos por aparatosas culebrinas que parecían alancear la cresta de la sierra de Bonela, por poniente. No era raro que, en esa época, se “vaciaran las cabañuelas” con alguna llovizna, o se presentara “blandura” para madurar los higos, por lo que José y Catalina, avezados a las inclemencias en el campo, no le dieron mayor importancia a una posible lejana tormenta de verano. Apagaron faroles y candiles de aceite y se entregaron al sueño. Pero, a eso de la medianoche, los despertó el agua de la fuerte lluvia que calaba la choza; al echar los pies al suelo para encender el candil, el agua les llegaba a las rodillas. El temible Guadalhorce se había salido de madre e invadía ya las huertas ribereñas. No había una sola estrella y la única luz que se veía en lontananza era de la bombillita exterior de la ermita. El río rugía como un monstruo de los infiernos. Ello preocupó hasta el estremecimiento a José Vargas, porque su habitáculo veraniego estaba en la enderechura de la tumultuosa corriente y si enderezaba por aquel venaje sería, salvo milagro, el final de todos.

                Percatado, pues, de la gravedad de la situación, sin luz, las cerillas para encender candil y farol se habían mojado, subió como pudo a su mujer en la cubierta de la choza, y le dio el mantón  de lana para abrigar al niño de cuarentena que dejó con ella, así como un perrillo que tenían, esperanzados de que la choza aguantara el envite de las aguas mientras él volvía de poner a salvo, en tierras no tomadas por las aguas, a la niña de dos años. Con ella sobre los hombros e invocando fervientemente a la Virgen de los Remedios, inició una penosa marcha hacia los secanos; el agua le llegaba al pecho y los pies le pesaban como el plomo al atascarse en el  barro que iba dejando la avalancha de aguas turbias con sus arrastres. Al llegar a un almatriche, cuyos quijeros estaban cubiertos de cañaveras, tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo para apartar las cañas y, asido a ellas, cruzarlo. 

              Por los pitidos de los trenes en la cercana Estación de la Aljáima, al otro lado del río –que por ser remitente de frutos conocía sus horarios y sabía si se trataba del mixto, del mensajero o de alguno de mercancías–, fue teniendo noción del tiempo. Después de varias horas de penoso caminar con su hija en alto para que no la cubriera las aguas, logró llegar, ya casi de madrugada, a la casilla de labor de la familia Bedoya, donde pidió socorro. 

             En ella estaban, en aquella ocasión, un vecino llamado Frasquito Orejuela y su mujer; ésta quedó al cuidado de la niña, mientras su esposo y José Vargas volvieron al lugar en donde José había dejado a su mujer, Catalina con el pequeño crío. 

             Como temían, la corriente de las aguas se había llevado la choza con su carga humana en la cubierta. Nadie, en aquella infinita extensión de agua y barro, respondía a las voces que ambos daban, llamando a Catalina. Por lógica, tal veían de cercano el curso del río y la corriente de las aguas desbordadas ya retornando a su cauce, las esperanzas de que la choza no hubiese seguido el curso tumultuoso hacia la mar, eran mínimas o casi nulas. La desesperanza y la angustia ante lo peor, atenazaba el corazón de José y Frasquito. De pronto, oyeron el aullar lastimero del perro y, enloquecidos de alegría, corrieron como pudieron en dirección al penetrante ladrido del perro. De pronto, vieron que, inverosímilmente, la chabola vegetal había encallado entre los troncos de dos naranjos plantados a menos marco del normal. Cuando llegaron, Catalina estaba inconsciente sobre la choza flotando ya plana y, colgado de la ramilla de uno de los naranjos, partida para que sirviera de gancho, el mantón con el niño muy bien liado en él por la madre, por “si a mi me llevaba la corriente y me ahogaba (explicó después), que encontraran a mi hijo y viviera”. El perrillo estaba junto a Catalina, tiritando y gimiendo, al tiempo que lamía la cara de su ama. 

                 Con el coñac que llevaban al efecto, lograron hacerle recobrar a Catalina el conocimiento y reanimarla. Quien esto escribe, escuchó de su vecina Catalina, una y otra vez, esta odisea; matizaba que en medio del torbellino y la inmensa y lóbrega oscuridad, sólo veía la lucecita de la Ermita en su monte que, curiosamente, no se había apagado, y que todo el tiempo se lo pasó pidiéndole a la Virgen de Los Remedios por sus hijos, su esposo y por ella, para poder criar sus niños. Así lo supo y lo vivió el pueblo y así lo contaron una y otra vez los protagonistas de esta impresionante odisea. Una de las miles de riadas del Guadalhorce a lo largo de los siglos, arrasando la vega cartameña, en donde los milagros de la Virgen cuales los de "Alfonso Valor" y el del barquero del río, "Frasquito Talento" conocía todo el pueblo. Del de José Vargas y Catalina  viven hijos suyos que pueden dar fe de lo que aquí yo oí una otra vez de la voz popular y de los labios de los propios protagonistas, padres e hijos.